miércoles, 30 de marzo de 2011

Frase del día

La muerte no nos roba a los seres amados. Al contrario, nos los guarda y nos los inmortaliza en el recuerdo. La vida sí que nos los roba muchas veces y definitivamente (François Mauriac)

En memoria de J. G. A. (1918-2011)

martes, 29 de marzo de 2011

Los ciervos del Padre David

                                                       Elaphurus davidianus

A mediados del siglo XIX se hallaba en China el misionero francés Jean Pierre Armand David, conocido como padre David. Además de sacerdote, el padre David era un entusiasta naturalista, y por aquel entonces China era en gran parte desconocida para la ciencia occidental, por lo que el padre David pasaba el tiempo que su misión le dejaba libre recogiendo diversos especímenes de plantas y animales que enviaba luego al Museo de Historia Natural de París.
Cierto día de 1865, su misión apostólica le llevó a un pueblecito cercano a Pekín y situado en las inmediaciones del Real Jardín de Caza de Nanyuang. Ésta era una reserva dedicada desde siglos atrás al esparcimiento y disfrute exclusivo del emperador, y por supuesto prohibidísima para cualquier otro. Comprendía unos 200km2 de bosques y prados, atravesados por el río Yongding, rodeados por un alto muro de más de 70 kilómetros de largo y custodiados por un destacamento de feroces soldados tártaros. En el pueblo el padre David oyó contar que en la reserva existía una manada de animales a los que los aldeanos llamaban sì bù xiàng, que significa "ninguno de los cuatro", porque decían que tenían astas de ciervo, cuello de camello, patas de vaca y rabo de asno. Sospechando que se trataba de una especie nueva, el padre David solicitó a las autoridades chinas permiso para entrar en la reserva, pero sólo le permitieron echar un vistazo por encima del muro. Así vió a los famosos ciervos, y se dió cuenta de que estaba viendo a un animal desconocido por la ciencia occidental.
Necesitando pruebas para demostrar su hallazgo, trató sin éxito de que las autoridades le cediesen un ejemplar, o al menos la piel, pero sólo obtuvo corteses pero rotundas negativas. Así que tuvo que buscar por otros cauces. Investigando, oyó contar que los soldados tártaros que custodiaban el Jardín no estaban demasiado satisfechos con la cantidad y la calidad del rancho que recibían, así que, de vez en cuando, se comían a alguno de aquellos ciervos. Entonces, el padre David habló con los soldados y les ofreció comprarles la piel y las astas del próximo animal que se comieran, pero los soldados se negaron; no se atrevían a entregarle las pruebas de un delito castigado con la pena capital. Pero el padre David insistió hasta que encontró a dos soldados más valientes o codiciosos que los demás, que aceptaron el trato y poco después le entregaron las pieles y los cráneos de dos ejemplares, que el sacerdote envió a Francia inmediatamente. La respuesta debió de llenarle de orgullo: estaba en lo cierto, se trataba de una especie totalmente nueva que, en su honor, recibiría el nombre de Elaphurus davidianus. El padre David siguió aún varias décadas en China. El recuento de sus descubrimientos es asombroso: 63 especies de mamíferos nuevas (incluído su ciervo y el oso panda gigante), 65 de aves, además de docenas de reptiles, anfibios, insectos y peces; y centenares de plantas nuevas, muchas de las cuales fueron bautizadas en su honor, como el pino blanco de China (Pinus armandii).
Cuando se difundió por Europa la noticia de la existencia de esta nueva especie de ciervo, los chinos comenzaron a recibir numerosas peticiones de parques zoológicos solicitando ejemplares de esta nueva especie y, a regañadientes, por aquello de la diplomacia, fueron enviando algunos ejemplares a Europa. Sin saberlo, esta decisión iba a evitar la desaparición de la especie.
En 1895, treinta años después de que el padre David revelara la existencia de los Elaphurus, la región de Pekín se vió azotada por fuertes tormentas. El río Amarillo y sus principales afluentes se desbordaron y causaron graves inundaciones que arrasaron poblados y destruyeron cosechas. La furia de las aguas llegó incluso a socavar el muro del Real Jardín, que se derrumbó en varios tramos. Por esas brechas la mayor parte de la manada de ciervos huyó al exterior, donde no tardaron en ser cazados y devorados por los hambrientos aldeanos, que lo habían perdido todo. Sólo unos pocos ejemplares quedaron dentro de la reserva... hasta que unos años más tarde, durante la Rebelión de los Boxers, las tropas occidentales tomaron la región y ocuparon la reserva, y a algún oficial le pareció buena idea sacrificar a aquellos pocos ciervos supervivientes para alimentar a los soldados. Así desapareció el ciervo del padre David de su hábitat original (aunque fuentes sin confirmar hablan de un ejemplar salvaje abatido algo más al norte en el año 1939).
Cuando se supo en Europa surgieron varias iniciativas para evitar totalmente la desaparición de la especie. La más destacada la llevó a cabo el duque de Bedford, un notorio coleccionista de animales raros, quien compró todos los ejemplares que pudo a los zoos que los poseían, hasta un total de 18, que instaló en su propiedad de Woburn Abbey, en Berdfordshire (centro de Inglaterra). Los ciervos se adaptaron perfectamente al lugar y se reprodujeron sin problemas, hasta sumar varios cientos de ejemplares. En 1956, el zoo de Pekín recibió cuatro ejemplares. A finales de los 80, dos grupos de ciervos procedentes de la manada de Woburn fueron reintroducidos en China, en las reservas de Nanhaizi (Pekin) y Dafeng (Jiangsu). En 1996, varios de los ejemplares de Dafeng fueron trasladados a la reserva de Tian'ezhou (Hebei).
Hoy en día, existen unos 2000 ejemplares de esta especie en todo el mundo, descendientes de aquellos 18 originales. Afortunadamente, pese a lo pequeño de la población original, no se ha informado de problemas genéticos derivados de la consanguinidad.
Un buen ejemplo de que los zoológicos no tienen siempre que ser negativos y que cuando el ser humano pone voluntad y trabajo, puede echar una mano a esta naturaleza que tanto castigamos.


                                        Jean Pierre Armand David (1826-1900)

sábado, 26 de marzo de 2011

Las momias de Beni Hassan


A lo largo de la historia, la disciplina que hoy conocemos como Arqueología ha pasado por muchas fases, y no todas demasiado buenas. En realidad, durante la mayor parte de la historia conocida, la búsqueda de vestigios de la antigüedad se hacía únicamente por su valor intrínseco y no por lo que esos hallazgos pudieran enseñarnos sobre el pasado. Arqueólogos y ladrones de tumbas apenas se han diferenciado, en métodos e intenciones, hasta hace relativamente poco tiempo. Y en Egipto, una de las mecas de los hallazgos arqueológicos, no ha sido una excepción.
Corría el año de 1859 cuando, cerca de la aldea egipcia de Beni Hassan, tuvo lugar un hallazgo extraordinario: una colosal necrópolis con más de 300000 momias perfectamente conservadas. Un hallazgo que figuraría con letras de oro en la historia de la Egiptología, de no ser por un pequeño detalle: no eran humanas... sino felinas.
Sabida es la reverencia que los egipcios sentían por los gatos, a los que consideraban animales sagrados, pero este hallazgo sobrepasa lo imaginable. Pero, lamentablemente, ya apenas queda nada de aquello. Y es que aquellas momias no interesaban a nadie en aquella época. A diferencia de las humanas, no tenían ofrendas en sus tumbas, ni se les colocaban joyas y amuletos entre las vendas. Eran, simple y llanamente, gatos muertos.
Un avispado comerciante británico se hizo con aquellas momias (con un peso total de más de veinte toneladas) y, ante la indiferencia general, las metió en la bodega de un barco y las envió a Inglaterra. Y una vez llegado al puerto de Liverpool, las vendió... como abono.
Habéis leído bien. Miles de años de historia, raudales de información, triturados y molidos para acabar abonando las fincas inglesas, que a buen seguro, no han vuelto a recibir un fertilizante de tal categoría.
Apenas unas pocas de aquellas momias se salvaron de la debacle. Como curiosidad, una de ellas se encuentra en el Sarawak Cat Museum, en la ciudad malaya de Kuching.

sábado, 19 de marzo de 2011

Julio César y los piratas

                                                    Cayo Julio César

Julio César en persona cuenta en varias cartas escritas a amigos y aliados una historia de juventud tremendamente reveladora acerca de su personalidad y carácter. Sucedió cuando él era un abogado veinteañero que aspiraba a hacer carrera en la política. Sus fuertes lazos, familiares e ideológicos, con el partido liberal, le granjearon el rencor de los conservadores. Por ello, decidió que sería prudente ausentarse un tiempo de Roma, y partió en un navío rumbo a Rodas, donde tenía pensado dedicarse a estudiar retórica. Pero durante la travesía un barco de piratas cilicios capturó su nave y a todos los que iban en ella. Como era habitual con los prisioneros de alto rango, los piratas decidieron exigir un rescate por César, que cifraron en veinte talentos. César, orgulloso, les replicó que era muy poco por alguien de su categoría, y que debían pedir al menos cincuenta, pero que en cuanto lo liberasen les perseguiría y los ahorcaría de los palos de su propia nave; esto divirtió mucho a los piratas. César envió a sus criados a Roma en busca del dinero (que, dado que sus finanzas no eran muy boyantes, tuvo que pedir prestado a amigos y clientes). Mientras, en la isla donde estaba retenido, César mataba el tiempo componiendo versos y escribiendo discursos que luego leía a sus captores, los cuales, gente inculta y bastante bruta, no solían entender nada, lo que enfurecía a César. Tras treinta y ocho días de cautividad, los piratas recibieron el dinero y liberaron a César, quien no perdió tiempo en dirigirse al puerto de Mileto, donde contrató barcos y hombres armados, a los que guió personalmente a la guarida pirata, capturando por sorpresa a los que hasta hacía poco eran sus captores, y los entregó a las autoridades romanas para que los ajusticiara.
Pero las autoridades estaban más interesadas en el botín capturado a los piratas y en la parte que les correspondía, y se limitaron a encerrar a los piratas en Pérgamo. Como César se impacientaba viendo que las autoridades no actuaban, se presentó en persona en la prisión con sus hombres, sacó a los piratas a la fuerza de sus celdas, les endosó un último discurso (cuyo resumen podría ser, más o menos, "ya os lo dije") y, tal y como había prometido, los ahorcó colgándolos de los palos de su propio barco.

sábado, 12 de marzo de 2011

Los mamertinos


Allá por el siglo III a.C., una época convulsa donde, más o menos, todo el mundo estaba en guerra con todo el mundo, la isla de Sicilia estaba repartida entre colonias griegas y cartaginesas, las cuales, como enemigas acérrimas que eran, estaban continuamente en guerra unas con otras. Durante uno de estos conflictos Agatocles, tirano de la ciudad griega de Siracusa, decidió enrolar en su ejército a mercenarios traídos de la península italiana, fundamentalmente de la región sureña de Campania. Entre estos había de todo: bandidos, desertores, aventureros, etc. Como se suele decir, lo mejor de cada casa.
Los mercenarios sirvieron a sus órdenes hasta que, el 289 a.C., Agatocles fué asesinado en una conjura palaciega instigada por su propio nieto. Entonces, fueron licenciados y muchos optaron por volver a sus hogares. Pero otros prefirieron quedarse; muchos sabían que no serían bien recibidos a su vuelta, y además se habían acostumbrado a vivir en el fragor del combate y a enriquecerse con el pillaje y el saqueo. Así que formaron una banda y se instalaron en la ciudad griega de Messana (hoy Mesina), cuyos habitantes, pacíficos granjeros y comerciantes, pensaron que les protegerían. Nada más lejos de la realidad: un buen día, aquellos mercenarios tomaron por la fuerza el control de la ciudad, exterminaron a la población masculina y se proclamaron amos de la ciudad, otorgándose ese nombre un tanto presuntuoso de "mamertinos", que significa "hijos de Marte".
A partir de ahí, Messana se convirtió en lo que un par de milenios más tarde sería la isla caribeña de Tortuga: una auténtica base pirata. Se hicieron fuertes en ella, atrayendo además a muchos otros delincuentes y soldados de fortuna ávidos de botín, y la usaron de base para sus razzias. No tenían otra forma de vida. Saqueaban los territorios de cartagineses y griegos, sin miramientos. Incluso, aprovechando la estratégica posición de Messana al norte de Sicilia, armaron una flota con la que capturaban barcos que navegaban por el estrecho que separa la isla de la península italiana, que también cruzaban para atacar las costas peninsulares. A lo largo de veinte años habían incordiado a los griegos, a los cartagineses, a los romanos; su audacia era tal que, cuando Pirro dejó Sicilia y volvió a la península, los mamertinos salieron a su encuentro y le presentaron batalla.
Así hasta que, en el 270 a. C. Hierón II, nuevo tirano de Siracusa, decidió que ya estaba bien de aguantar tal incordio, y armó un ejército contra ellos. Los derrotó contundentemente en Mylae y los obligó a refugiarse en su base. Ya en 265 a.C., Hierón sitió Messana, dispuesto a acabar con los mamertinos para siempre. Estos, visto que la situación era desesperada, recurrieron a la diplomacia y pidieron ayuda a los cartagineses, quienes enviaron una flota al mando del general Annón, que ocupó la ciudad. Los griegos optaron prudentemente por retirarse. Mientras, los mamertinos, viendo que los cartagineses no tenían prisa por irse, decidieron repetir la jugada y enviaron una embajada a Roma, pidiendo ayuda para liberarse de sus "liberadores".
Las relaciones entre Roma y Cartago no eran en absoluto malas. Un tratado entre ambas llevaba en vigor más de dos siglos. Por él, los romanos se comprometían a que sus naves no arribaran a Sicilia, Córcega o Cerdeña (todas posesiones cartaginesas) más que por motivos de fuerza mayor. La vigencia del tratado era total, hasta el punto de que sólo unos años antes tropas cartaginesas habían luchado contra Pirro con los romanos.
Pero Sicilia era una presa muy apetitosa para Roma. Todos hablaban de sus riquezas, de la fertilidad de sus tierras y la belleza de sus paisajes. Aún así, el Senado romano seguramente hubiera declinado la oferta de unos tipos tan dudosos como los mamertinos y habría respetado el tratado. Pero el pueblo de Roma, reunido en la Asamblea Centuriada, votó masivamente a favor de la invasión, y el cónsul Apio Claudio fué puesto al frente del ejército. Poco después, un destacamento al mando del tribuno Cayo Claudio logró desembarcar en las inmediaciones de Messana, cogiendo por sorpresa a los cartagineses (con ayuda de los mamertinos) y capturando al general Annon, quien se vió obligado a retirarse junto a sus tropas.
Ese fué el inicio de la Primera Guerra Púnica, que enfrento durante más de veinte años a romanos y cartagineses y terminó con Roma dueña de la práctica totalidad de Sicilia.
¿Y los mamertinos? Los romanos tenían aún menos ganas de irse que los cartagineses, y no permitían bromas. Los mamertinos se vieron obligados a convertirse en aliados de Roma y acabaron asimilados por sus tropas, lo que les garantizó un retiro tranquilo.


Monedas acuñadas por los mamertinos

martes, 8 de marzo de 2011

Frases con historia: Alea iacta est

En relación a la entrada anterior, según el historiador romano Suetonio, César pronunció en el momento de cruzar el Rubicón una de sus frases más conocidas, Alea iacta est, o lo que es lo mismo, "la suerte está echada". Aunque parece ser que no es exactamente éso lo que dijo.
Julio César, como la mayoría de los romanos de alta cuna, hablaba con fluidez el griego, idioma considerado por entonces más elegante y culto que el latín. Según otro historiador, el griego Plutarco, lo que realmente habría dicho César fué anerriphtho kybos (en griego, ανερριφθω κυβοσ). Una frase que había tomado de una obra teatral del comediógrafo griego Menandro y que significa "que los dados sean lanzados", con lo cual el sentido original de la frase no varía demasiado. Sobre cuál de las dos versiones es más fiable, al parecer las fuentes de Plutarco (tanto él como Suetonio vivieron un siglo después de los hechos) serían más cercanas a César.

Frases con historia: cruzar el Rubicón


El río Rubicón es un riachuelo de apenas 30 kilómetros de largo del nordeste de la península Itálica, que desemboca en el mar Adriático. Su nombre se debe a que en su recorrido arrastra arcillas que contienen hierro y dan a sus aguas una tonalidad rojiza. Su importancia geográfica es nula, pero durante la República romana gozó de importancia administrativa: su cauce marcaba la frontera entre el territorio propiamente romano, al sur, y la provincia de la Galia Cisalpina, al norte. Y la ley era muy clara: prohibía rigurosamente el establecimiento de un ejército en armas en territorio romano. Julio César lo sabía perfectamente cuando cruzó el Rubicón el 11 de enero del 49 a. C.
Todo había comenzado con el primer Triunvirato: Pompeyo y Craso, ricos e influyentes, apoyaban a Julio César en sus ambiciones políticas. Así, César fué elegico primero cónsul y, más tarde, nombrado procónsul y gobernador de Iliria y la Galia Cisalpina, con tropas a su mando para llevar a cabo su gran proyecto, la conquista de las Galias, y devolvía el favor haciendo valer sus influencias para ayudar a sus aliados y a los protegidos de éstos.
La alianza se vino abajo después de la muerte de Craso en Siria, durante una campaña contra los partos, y de que Pompeyo, celoso del poder y las riquezas que iba acumulando César, se pasara al partido conservador, enemigo acérrimo de Julio César y su familia.
Con Roma y el Senado bajo el control de Pompeyo (ahora nombrado cónsul) y sus aliados, César se halló en un dilema. Para ser elegido cónsul, debía presentarse en Roma, donde muy probablemente acabaría encarcelado o asesinado. Pero si no lo hacía, en cuanto expirase su nombramiento se convertiría en un civil sin poder militar ni inmunidad algunos y, por lo tanto, desprotegido ante sus enemigos. Sus aliados trataron de conseguir que se le eximiese de presentarse en Roma para concurrir al consulato, pero los conservadores, creyendo tener el dominio de la situación, se negaron. Entonces César ofreció a Pompeyo que ambos renunciaran a la vez a sus cargos, pero tampoco ésto fué aceptado. Más aún, el Senado aprobó una moción que retiraba su mando a César y encomendaba a Pompeyo su captura y la restauración del orden. Viéndose sin laternativa, César cruzó el Rubicón con su legión más leal, la decimotercera, para enfrentarse a Pompeyo, sabiendo que de no tener éxito pasaría a la historia como un traidor.
Es por eso que la expresión "cruzar el Rubicón" hace referencia a una decisión inapelable y que no admite vuelta atrás.

sábado, 5 de marzo de 2011

Frases con historia: el nudo gordiano


Alejandro cortando el nudo gordiano (Jean-Simon Berthélemy)


"Nudo gordiano" es una expresión que en español hace referencia a un problema tan intrincado y con tantas ramificaciones que resulta complicado determinar su verdadera naturaleza; o bien para referirse al núcleo de esa complicación, cuya resolución desentrañará todos los enigmas del problema. Pero, ¿hubo de verdad un nudo gordiano?
Dice la leyenda que, allá por el siglo IX a. C., estando los frigios (Frigia era un reino del Asia Menor que ocupaba buena parte de la península de Anatolia, hoy territorio turco) sin rey, acudieron al oráculo del dios Sabazios. Este les anunció que debían elegir rey al primero que llegara al templo montado en una carreta. El elegido resultó ser un tal Gordias, un campesino que conducía su carro de bueyes y que, efectivamente, fué nombrado rey. Gordias fundó la ciudad de Gordio, donde estableció su capital, y al morir dejó en la acrópolis su carro, atado al yugo con un nudo tan intrincado y con tantas vueltas, que nadie era capaz de desatarlo. Entonces, comenzó a correr el rumor de que aquel que lo desatase, conquistaría toda Asia, pero nadie fué capaz hasta que, el 333 a. C., Alejandro Magno conquistó Frigia en su imparable campaña hacia el Este. Tras someter la ciudad, Alejandro vió el carro y quiso saber su significado. El gran conquistador escuchó atentamente la historia y, sin inmutarse, dijo "Es muy fácil". Y, desenvainando su espada, cortó el nudo de un sólo tajo.