viernes, 6 de enero de 2012

Los Gracos

                           Tiberio y Cayo Sempronio Graco

No cabe duda de que los hermanos Graco nacieron en el seno de una de las familias más ilustres de Roma. Su padre, Tiberio Sempronio Graco, fué un brillante militar y político, que ostentó entre otros los cargos de pretor, censor, tribuno, cónsul (en dos ocasiones) y gobernador de Hispania Citerior. Su madre, Cornelia, era hija de Publio Cornelio Escipión el Africano, el vencedor de Aníbal en Zama. El matrimonio tuvo doce hijos, aunque sólo tres sobrevivieron al padre: dos varones, Tiberio y Cayo Sempronio Graco, y una hija, Sempronia.
Cornelia era una mujer de fuerte carácter y gran inteligencia, que solía recibir en su casa a lo más granado de la intelectualidad romana. Aristócratas y artistas acudían a las veladas de Cornelia, donde se hablaba de arte, de filosofía y, especialmente, de política. En la casa de los Gracos se reunía la élite de lo que se podría llamar el izquierdismo romano, cultos, brillantes y de ideas progresistas. Y no es de extrañar de que Tiberio y Cayo, imbuídos de estas ideas, mostraran desde muy jóvenes una inclinación hacia la carrera política.
Tiberio, el mayor, fué el primero en intentarlo. Militar destacado, cuestor en Hispania, en el 134 a. C., cuando contaba treinta años, fué elegido tribuno, presentándose, pese a su origen aristocrático, como el paladín del pueblo llano, lo que no le predispuso muy favorablemente con el Senado, reducto de las clases altas y pudientes. Precisamente era aquella una época complicada para la sociedad romana, abocada a una crisis social y económica. El trabajo casi gratuito de los esclavos, los latifundios y la ingente cantidad de productos importados de las colonias estaban llevando a la ruina a las clases más modestas de Roma, a toda una legión de pequeños campesinos y artesanos (que eran también la base del ejército romano), incapaces de competir con ellos, mientras una selecta élite plutócrata se enriquecía enormemente. Tiberio estaba dispuesto a poner coto a esta situación y propuso al Senado la aprobación de una serie de leyes agrarias para mejorar las condiciones del campesinado, que incluían un límite a la extensión máxima de terreno que podía poseer un ciudadano romano, así como el reparto de tierras del estado a personas sin recursos. Pero Tiberio, impulsivo y ambicioso, juzgó mal a sus adversarios y prefirió buscar el apoyo de las clases populares con demagogia y populismo antes que ganarse para su causa a las clases altas. Y cuando el otro tribuno, Marco Octavio,  influído por el Senado, opuso su veto al proyecto de la reforma agraria de Tiberio, Tiberio lo hizo desposeer del cargo usando una argucia legal. Este comportamiento, poco ético a ojos de las tradiciones romanas, junto a su creciente radicalidad, le quitó a Tiberio los pocos seguidores que todavía le quedaban entre la aristocracia. Próximo a expirar su mandato, Tiberio decidió presentarse a la reelección, algo que, si bien no era ilegal, si iba contra las costumbres romanas, lo cual le restó aún más apoyos. El día de las elecciones, Tiberio se presentó en el Foro con una guardia de hombres armados y vestido de negro, dando a entender de que de no ser reelegido significaría para el quedar a merced de sus enemigos. Pero no tuvo ocasión de saber el resultado. Estando en el Foro, un grupo de hombres armados encabezado por varios senadores, entre ellos el principal opositor de Tiberio, Escipión Násica (que, por cierto, era primo carnal de los Gracos) atacó a su séquito. La escolta de Tiberio no llegó a intervenir, tal era el prestigio que todavía tenían los senadores, y el tribuno fué asesinado a golpes por sus atacantes. Su cadáver, junto a los de un centenar de sus seguidores, fué arrojado al Tíber. Su hermano Cayo pidió permiso para rescatar el cuerpo y darle sepultura. Se lo negaron.
Nueve años después, en el 123 a. C., fué Cayo el que fué elegido tribuno. Cayo era inteligente y carismático, como su hermano, pero más pragmático y menos idealista, además de un gran orador. Sabía que era preferible hacer los cambios poco a poco y tratar de aglutinar en torno a él la mayor cantidad posible de seguidores. Las primeras leyes que promulgó estaban encaminadas a eliminar la corrupción y sanear la magistratura para que dejase de ser un instrumento al servicio de la élite. Y en 122 a. C., cuando ya había sido reelegido en el cargo, propuso sus principales leyes, incluída la ley agraria que buscaba confirmar y continuar la labor de su hermano. Esta vez, el Senado cambió de táctica y persuadió al otro tribuno, Marco Livio Druso, para que presentara una serie de leyes todavía más radicales que las de Cayo (aunque difícilmente aplicables). Este descubrió de pronto que Druso era el nuevo favorito de la plebe. Su propuesta de extender la ciudadanía a todos los habitantes del Lazio fué rechazada por el Senado. Y cuando se presentó a un tercer mandato no consiguió ser elegido. Así que prefirió retirarse temporalmente a la vida privada y volver a intentarlo más adelante. Pero cuando las clases populares vieron que las leyes no acababan de aplicarse y sospecharon que todo había sido un engaño, se sublevaron y los más radicales se enfrentaron a los partidarios de los conservadores y se atrincheraron en el Aventino. Cayo trató de negociar la paz y que ambas partes depusieran las armas, pero el Senado le acusó de ser el instigador del levantamiento, le declaró enemigo de Roma y puso precio a su cabeza. Cayo tuvo que huir de sus perseguidores cruzando el Tiber a nado, pero fué inútil. Viéndose acorralado en el bosque de Furrina, le pidió a su esclavo Filócrates que lo matase para no caer en sus manos. Filócrates apuñaló a su amo para, a continuación, darse muerte a si mismo con el mismo puñal. Un antiguo seguidor de los Gracos, sabedor de que el Senado había ofrecido a quien le llevara la cabeza de Cayo su peso en oro, decapitó al cadáver, llenó la cabeza con plomo y cobró su recompensa
Con Cayo fueron asesinados varios miles de sus seguidores, y muchos otros encarcelados. El Senado se dedicó a continuación a destruir toda la obra de los Gracos y a invalidar todas sus leyes, pero su prestigio se derrumbó y este desprestigio lo pagó la República, que daría paso al Imperio antes de un siglo.
Tras la muerte de Cayo, su madre Cornelia se puso de luto. El Senado le ordenó que se lo quitara.

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