La Imperial State Crown con el Rubí del Príncipe Negro |
Una de las piezas más valiosas de las famosas joyas de la corona británica es la llamada Corona Imperial del Estado; una pieza de incalculable valor, creada en 1838 y que se usa sólo en ceremonias de coronación y en la apertura del Parlamento. Tiene engarzados 2868 diamantes, 273 perlas, 17 esmeraldas, 11 zafiros y cinco rubíes. Precisamente, una de sus gemas más llamativas es el enorme rubí que adorna el frente de la joya, conocido como Rubí del Príncipe Negro; situado justo encima del diamante llamado Segunda Estrella de África, este "rubí" pesa 170 quilates y, como muchas otras gemas famosas, tiene una larga historia llena de vicisitudes y cambios de manos (y con un pasado hispánico).
Lo primero que hay que decir, por paradójico que parezca, es que el Rubí del Príncipe Negro no es un rubí auténtico. Se trata en realidad de una espinela, un tipo de piedra semipreciosa que, dependiendo de las impurezas que contenga, puede tener distintos colores, del azul al negro, pasando por el rojo o el verde oscuro. Son precisamente las rojas las más valoradas; las de mejor calidad son confundidas a menudo con los rubíes, y es necesario un experto para diferenciarlas.
Es en la Península Ibérica donde por primera vez aparece esta gema; no está claro su origen (antiguamente se decía que procedía de las mismísimas minas del rey Salomón), pero hay quién especula que pudo ser extraída en las minas de Badakshan, en la actual Tayikistán; otros sitúan su origen en Myanmar o Thailandia. Muchas historias surgen para explicar cómo llegó a la Península: que fue traída por mercaderes procedentes de Oriente (quizá genoveses o venecianos, con los que los reyes musulmanes mantenían relaciones comerciales), que fue traída desde Jerusalén por los califas de Córdoba, o incluso, que formaba parte de la legendaria Mesa del Rey Salomón. Su historia registrada se remonta a 1354, cuando el rey de Granada, Yusuf I, es asesinado y sube al trono su hijo mayor, Muhammed V, quien tuvo un reinado pacífico y próspero hasta que su hermanastro, Ismail II, lo destronó en 1359, obligándolo a exiliarse en el norte de África. El reinado de Ismail II fue todavía más breve: en 1360, menos de un año después, fue asesinado junto a su hermano Qays por su cuñado Muhammed Abu Said, que subió al trono convertido en Muhammed VI, apodado el Bermejo por su llamativa cabellera pelirroja. Aprovechando la inestabilidad política, Muhammad V volvió de África y llegó a un acuerdo con el rey de Castilla Pedro I el Cruel, que guerreaba contra las tropas granadinas en tierras de Jaen. Después de varias derrotas, Muhammad VI viajó a Sevilla para entrevistarse con Pedro I y tratar de poner fin a las hostilidades, llevando consigo una gran cantidad de joyas y gemas como ofrenda de paz. Pero Pedro I no era demasiado de fiar, y acabó asesinando a Muhammed con sus propias manos en lo que hoy es el barrio de la Tablada. Antes de su asesinato, Muhammed VI y su séquito fueron registrados y despojados; se les encontraron numerosas joyas y a Muhammed en persona se le encontraron tres grandes gemas encima, una de las cuales era este enorme "rubí" pulido, con el que se quedó el rey Pedro. Así, Muhammed V volvió a su trono y el rey Pedro se hizo bastante más rico.
Pasaron unos pocos años y le llegó el turno a Pedro I de tener sus disputas dinásticas. Su hermanastro Enrique de Trastámara, exiliado en Francia tras una anterior revuelta, volvió a Castilla en 1366, apoyado por tropas de Aragón (enemigo de Pedro I) y varias compañías de mercenarios franceses al mando de Bertrand de Gluesclin. Ante el imparable avance de Enrique, Pedro I se trasladó a la ciudad francesa de Bayona, donde pactó con Eduardo de Woodstock, príncipe de Gales, hijo y heredero del rey inglés Eduardo III y apodado "el Príncipe Negro", al que le prometió grandes concesiones territoriales, económicas y comerciales a cambio de su ayuda. Eduardo entró en Castilla al frente de 24000 soldados y logró una gran victoria frente a las tropas de Enrique en Nájera; pero, como Pedro I no fue capaz de cumplir con lo que había prometido, volvió a Francia, sin más compensación que unas cuantas joyas y piedras preciosas que Pedro le había entregado personalmente; entre ellas, el rubí granadino que había arrebatado a Muhammed VI. No le fue bien a Pedro; la marcha de su aliado dio nuevos ánimos a Enrique, que tras derrotar a las tropas de Pedro ante el castillo de Montiel (14 de mayo de 1369), acabó con su hermano apuñalándolo con sus propias manos, convirtiéndose así en Enrique II de Castilla.
Eduardo de Woodstock era, según cuentan, un gran aficionado a las joyas y piedras preciosas. Aquel enorme rubí (que a partir de entonces fue conocido como "el Rubí del Príncipe Negro"), le fascinó de tal manera que lo colocó en su corona de príncipe. La joya quedó en manos de la monarquía inglesa, varios de cuyos reyes la lucieron en sus cascos de guerra. El hijo de Eduardo, Ricardo II, la heredó, y luego Enrique V, que la llevaba en su corona durante la histórica victoria de Agincourt (1415). Ricardo III la llevaba en su corona cuando fue derrotado y muerto en la batalla de Bosworth (1485), para ser luego lucida por su sucesor, Enrique VII, el primer rey de la dinastía Tudor.
En 1649, el rey Carlos I, que había sido depuesto y hecho prisionero por las tropas del Parlamento, fue decapitado en Londres, acusado de traidor. Tras su muerte, la mayor parte de sus posesiones fueron subastadas públicamente, incluidas sus joyas y sus magníficas colecciones de arte (varias de cuyas obras más destacadas acabaron en el Museo del Prado). También fue vendido el rubí, que fue comprado por simpatizantes monárquicos por la modesta suma de 4 £. Posteriormente, cuando Carlos II recuperó el trono, le fue devuelto para que lo luciera en su coronación. En 1671, junto al resto de las joyas de la corona, pasó a quedar custodiado en la Torre de Londres, de donde no ha vuelto a salir más que en ocasiones especiales. En 1838, con motivo de la coronación de la reina Victoria, la corona recibió su forma definitiva, que mantiene, con algunos retoques, hasta hoy.
Antiguamente se decía que sobre el rubí pesaba una maldición. Muhammad VI y Pedro I la poseyeron y fueron destronados y asesinados. El Príncipe Negro murió antes de llegar al trono, y Ricardo III la llevaba cuando murió. Catalina de Aragón, primera esposa de Enrique VIII, la lució en varias ocasiones, hasta que su marido se hartó de ella (de Catalina, no de la gema) y se divorció. Carlos I la perdió a la vez que la cabeza. Sin embargo, a partir de Carlos II parece que la maldición ha dejado de darle guerra a la monarquía británica.
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