miércoles, 4 de junio de 2014
La mujer de César
El legendario Cayo Julio César, además de un gran político y militar, era también un impenitente mujeriego. Se casó hasta en cuatro ocasiones (todas con mujeres que le reportaron beneficios económicos o políticos a su carrera), pero tuvo decenas de amantes a lo largo de su vida. Un buen número de damas de la alta sociedad romana (incluidas las esposas de muchos de sus rivales políticos) pasaron por su cama, y también alguna que otra soberana como Eunoe, reina de Mauritania, o la mítica Cleopatra VII. Uno de sus coetáneos, Gayo Escribanio Curión, dijo de él que era "el marido de todas las esposas y la esposa de todos los maridos" y sus soldados le apodaban jocosamente moechus calvus, "el adúltero calvo".
Su tercera esposa fue Pompeya, a quien las crónicas definen como muy atractiva pero no demasiado inteligente. Pompeya era nieta de Lucio Cornelio Sila, antiguo cónsul y dictador. Un enlace con una clara intencionalidad política: César, que ya era uno de los favoritos de la facción popular, lograba con la unión nuevos apoyos dentro del partido de los aristócratas.
En el año 63 a. C. Julio César, que había ejercido como cuestor y edil, fue nombrado Pontifex maximus, el cargo más elevado dentro de la religión romana, lo que le otorgaba un gran prestigio y numerosos privilegios. Ese nombramiento fue seguramente la causa de que al año siguiente le fuera concedido a Pompeya el gran honor de organizar los ritos del culto de la diosa Bona. Estos ritos eran organizados cada año por una noble matrona de la alta sociedad romana, y estaban reservados exclusivamente para las mujeres, teniendo los varones absolutamente prohibida la asistencia. Sin embargo, durante la celebración de los ritos, las participantes descubrieron la presencia en el recinto sagrado de un hombre disfrazado de mujer. Aunque el intruso logró escapar al darse la alarma, algunas de las participantes lograron reconocerlo pese al disfraz: se trataba de Publio Clodio Pulcro, un joven aristócrata, atractivo, ambicioso y también amoral y carente de escrúpulos, del que se decía incluso que había seducido a su propia hermana. La razón que había llevado a cometer tal sacrilegio tenía un nombre: Pompeya. Clodio admiraba su belleza desde hacía tiempo y había urdido aquel plan para encontrase con ella, según unos con intención de seducirla y según otros, porque ya eran amantes y contaba con la complicidad de la hermosa dama.
El escándalo que provocó aquel suceso fue mayúsculo. Clodio fue llevado ante un tribunal para ser juzgado y César aprovechó la coyuntura para divorciarse de Pompeya, aunque para sorpresa de todos declarando públicamente que estaba convencido de que ella no había tenido nada que ver en el suceso. Y cuando le preguntaron por qué se divorciaba de ella si la creía inocente, respondió con una frase célebre: Porque la mujer de César no debe estar manchada ni siquiera por una sospecha. Una frase que aún hoy en día se emplea para referirse a personalidades o instituciones que deben (o deberían) mantener su honradez incluso en las apariencias.
El juicio atrajo la atención del público romano, y de nuevo causó gran sorpresa que César, durante su declaración, hablara en favor de Clodio y afirmase que lo consideraba incapaz de cometer la fechoría de la que se le acusaba. A pesar de que la acusación era ejercida por nombres de la talla de Marco Tulio Cicerón (enemigo declarado de Clodio), al final Clodio resultó absuelto: se dice que Craso, el hombre más rico de Roma, socio y aliado de César, había sobornado a los jueces.
El porqué Julio César protegió a este sujeto turbio que aparentemente buscaba ponerle un par de hermosos cuernos se pudo ver poco después, cuando en el 59 a. C. Clodio se presentó a a las elecciones a tribuno de la plebe (como el cargo estaba vedado a los patricios, Clodio se hizo adoptar por un pariente lejano de una rama plebeya de su familia) con el apoyo de César y sus socios. César había aprovechado el incidente como excusa para librarse de una esposa que ya no le interesaba para poder sustituirla por otra mucho más útil en su carrera política: su cuarta esposa, Calpurnia, era hija de Lucio Calpurnio Pisón, uno de sus aliados, quien poco después sería elegido cónsul. Moviendo sus piezas como un jugador de ajedrez, César había logrado tener como cónsules a su suegro y a un aliado (el otro cónsul electo fue Aulo Gabinio, también amigo suyo) y al frente del pueblo llano a un tipo (Clodio) que le debía un favor y era además fácilmente controlable mediante el soborno.
César, que en aquel momento ostentaba el cargo de pretor, tenía lo que quería: con Gabinio y Calpurnio Pisón de cónsules, con Clodio controlando a la plebe, y con el dinero e influencias de sus socios del triunvirato, Pompeyo y Craso, para dominar al Senado, César era el hombre fuerte de Roma. Al terminar su mandato se hizo nombrar procónsul de la Galia Cisalpina y pudo así dedicarse al proyecto largamente acariciado de la conquista de la Galia.
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