sábado, 8 de junio de 2013

El hombre de Piltdown

El cráneo de Piltdown
La publicación en 1859 del libro de Charles Darwin El origen de las especies provocó en su época un auténtico terremoto no sólo en lo científico sino también el lo social. La idea de que lo que hasta entonces se consideraba "obra de Dios" no era inmutable, sino cambiante (lo que suponía que la Creación no era perfecta) era poco menos que una blasfemia para muchos. Y no menos reacciones provocó la idea de que el ser humano tampoco había sido creado como tal, sino que descendía de los simios, un concepto que muchos encontraban humillante.
Pero, por otro lado, numerosos científicos acogieron con entusiasmo las teorías de Darwin. La evolución y la selección natural explicaban muchos puntos oscuros, incoherencias y datos aparentemente sin sentido con los que se encontraban en sus investigaciones. Por ejemplo, los fósiles, que solían ser atribuídos a especies desaparecidas tras el diluvio universal. Ahora, bajo este nuevo punto de vista, su existencia podía ser explicada de otra manera. Incluídos, por supuesto, los fósiles de los antepasados del hombre.
Una de las consecuencias de las teorías de Darwin fue que empezó a hablarse del "eslabón perdido", la especie teóricamente intermedia entre el hombre y el mono. Una teoría hoy descartada, pero que por entonces parecía perfectamente lógica. Y no tardaron en aparecer candidatos: el hombre de Neandertal en Alemania (que había sido descubierto en 1856 y llegaron a decir de él que era un hombre "normal" que había sufrido raquitismo, artritis y varias fracturas craneales), el hombre de Cro-Magnon en Francia (1868), el hombre de Java (1891)...
En Inglaterra, sin embargo, no se habían hallado fósiles humanos de relevancia. Algo que hería un poco el orgullo nacional de los investigadores ingleses. Todo cambió a principios del siglo XX. En 1908, un grupo de obreros que reparaban un camino en Fletching (Sussex) encontraron en una cantera cercana a la localidad de Piltdown, de donde obtenían la piedra para su trabajo, varios fragmentos de hueso. Uno de ellos se los llevó a Charles Dawson, un abogado de la zona que era también paleontólogo y geólogo aficionado. Dawson acudió a la cantera y halló más fragmentos de un cráneo y una mandíbula casi completa. Posteriores excavaciones hallarían un canino, que fue atribuído al mismo espécimen, además de restos de animales y piedras de sílex toscamente talladas.
El 18 de diciembre de 1912, Dawson y el prestigioso paleontólogo Arthur Smith Woodward presentaban el hallazgo en la Sociedad Geológica de Londres. Alcanzó enseguida gran popularidad y su autenticidad se aceptó sin demasiadas reservas. Sus características coincidían con lo que la mayoría de los paleontólogos de la época esperaban: un cerebro relativamente grande y unos rasgos simiescos, ya que se creía que el aumento de tamaño del cerebro había sido previo a la pérdida de los rasgos mas simiescos (ahora se sabe que fue al contrario). Se trataba sin duda del eslabón perdido: era tal y como lo habían descrito... ¡y además era inglés! Lo cierto es que apenas se hicieron análisis y estudios exhaustivos sobre él. Se le llamó Eoanthropus dawsoni.
Si bien muchos paleontólogos aceptaron el hallazgo sin cuestionarlo, lo cierto es que desde su descubrimiento hubo algunas voces críticas. El antropólogo Arthur Keith, aunque siempre defendió la autenticidad del hallazgo, sugirió que el cráneo y la mandíbula procedían de dos especies diferentes; el cráneo era indudablemente humano, pero la mandíbula parecía corresponder mas bien a algún tipo de simio. Lo mismo defendió en 1913 el antropólogo británico David Waterston, en 1915 el francés Marcellin Boule o más tarde el alemán Franz Weidenreich. Por lo general, los escépticos hablaban de una confusión accidental, aunque el norteamericano G. S. Miller fue el primero en hablar claramente de fraude. Es significativo que, mientras los científicos británicos defendían mayoritariamente el hallazgo, los europeos y americanos se mostraran mucho más escépticos y cautelosos. En 1915, Dawson afirmó haber hallado nuevos fragmentos de un segundo individuo a un par de millas de distancia del yacimiento original, pero se negó a revelar su localización exacta.
En las décadas posteriores se encontraron por todo el mundo nuevos fósiles de prehumanos. Estos fósiles no hacían más que aumentar las dudas sobre los restos de Piltdown, porque marcaban una línea evolutiva en la que los fósiles británicos parecían no tener sitio. Para los escépticos era un motivo más para dudar de su autenticidad, e incluso sus defensores empezaban a considerar la posibilidad de que el hombre de Piltdown fuera en realidad una "aberración" o un callejón evolutivo sin salida, más que un auténtico antepasado del hombre.
En 1935, Alvan T. Marston, dentista y arqueólogo aficionado, halló en Swanscombe (condado de Kent), a orillas del Támesis, un cráneo fósil datado en el Paleolítico inferior. Algunos expertos afirmaron que el cráneo de Swanscombe era un antepasado del de Piltdown; otros, sin embargo, defendían que era su descendiente. Marston dedicó varios meses a estudiar los restos hallados por Dawson, guardados en el Museo Británico de Historia Natural; y tras examinarlos concienzudamente, concluyó que la mandíbula pertenecía a un mono, basándose en que las raíces de sus dientes eran curvas y no rectas como las de los humanos. También le llamó la atención la peculiar coloración de los restos, de un color marrón oscuro muy peculiar, que Marston consideró que no se debía al proceso natural de fosilización, sino a algún tipo de tratamiento químico que habían recibido los restos. Sus conclusiones fueron publicadas en 1936 en el British Dental Journal y en el Journal of the Royal Anthropological Institute.
En 1948, el cráneo de Piltdown fue sometido a un análisis químico para averiguar sus índices de flúor. Se concluyó que dichos niveles eran muy dispares comparados con otros fósiles, como el de Swanscombe, cuya autenticidad estaba fuera de toda duda. La suma de indicios llevó a que se solicitara de una vez por todas un estudio pormenorizado de los restos, con técnicas modernas.
Las pruebas se llevaron a cabo en 1953. Su conclusión inapelable era la que ya casi todos sospechaban: el cráneo de Piltdown era un monumental y completo fraude. El análisis químico demostró que cráneo y mandíbula pertenecían a individuos distintos. Un examen microscópico reveló señales de abrasión en los dientes, que al parecer habían sido limados para encajar mejor con el cráneo. La misteriosa coloración marrón era superficial, y tal como había propuesto Marston, fruto de un baño químico con bicromato potásico y óxido de hierro, seguramente con el fin de enmascarar la distinta coloración de los fragmentos de hueso. Finalmente, se concluyó que el cráneo pertenecía a un humano moderno (posiblemente de la Edad Media), mientras que la mandíbula era de un orangután y el canino atribuído a ella pertenecía a alguna especie indefinida de simio. No se trataba de ninguna broma; había sido un fraude muy bien planeado y llevado a cabo para engañar a todo el mundo.
¿Quién estaba detrás del engaño? Muchos señalaron a Charles Dawson. Por ser el descubridor de los fósiles, porque no se hallaron más restos tras su muerte (acaecida en 1916) y porque más tarde se descubrió que buena parte de las piezas de su colección de antigüedades, fósiles y objetos curiosos eran falsas. Pero no fue el único sospechoso. James A. Douglas, profesor de Geología en Oxford, atribuyó el engaño en una cinta grabada poco antes de morir a su predecesor W. J. Sollas, con el objeto de burlarse de Smith Woodward, con quien estaba enemistado. También se mencionaron al propio Woodward o al jesuita y paleontólogo francés Pierre Teilhard de Chardin, que había participado en las excavaciones. Muchos opinan que el fraude se trató en realidad de una auténtica conspiración entre varios científicos británicos con un trasfondo político. Incluso hay quien apunta a la figura del escritor Arthur Conan Doyle, creador del personaje de Sherlock Holmes, quien casualmente vivía en Piltdown cuando los restos fueron hallados.

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