sábado, 13 de septiembre de 2014

Muerte en la catedral de Canterbury

Santo Tomás Becket (1118?-1170)

Es la tarde del martes 29 de diciembre de 1170. En la catedral de Canterbury, la comunidad monástica asiste al oficio de vísperas. Solo, delante del altar, un hombre arrodillado reza en silencio. Su austera vestimenta y su aire de humildad contrastan con su identidad: Thomas Becket, arzobispo de Canterbury, primado del Papa, la mayor autoridad de la Iglesia en Inglaterra. Cuatro hombres entran en el atrio de la catedral. Llevan amplias capas que ocultan las armaduras que visten. Se dirigen al arzobispo y le exhortan a acompañarlos a Winchester, donde deberá responder de sus actos ante la justicia del rey. Becket se niega; él no responde ante el rey, sino ante una autoridad superior. Los cuatro hombres salen de la catedral para recuperar sus espadas, que han dejado bajo un árbol, y vuelven a entrar. Se encuentran con Becket, que se dirige al coro de la catedral, y tras una violenta discusión, el que parece ser el líder de los cuatro golpea al arzobispo con su espada en la cabeza. Los demás también le asestan varios golpes. Cuando por fin se van, el cadáver ensangrentado de Becket yace sobre el suelo de la catedral.
Thomas Becket nació en Cheapside (Londres) en 1118 (o en 1120, según otras fuentes), hijo de un acomodado mercader y propietario de tierras llamado Gilbert Becket, natural de la localidad normanda de Thierville. Durante su infancia pasó largas temporadas en casa de Richer de L'Aigle, un rico amigo de su padre, que le enseñó a cazar y a montar a caballo. Con apenas diez años, ingresó como alumno en el priorato de Merton, donde estudió el trivium (gramática, dialéctica y retórica) y el quadrivium (aritmética, geometría, música y astronomía), dando muestras de una viva inteligencia. Posteriormente, Becket amplió sus conocimientos en París, antes de verse obligado a volver a Inglaterra debido a una serie de reveses económicos sufridos por su padre, que le colocaron en una situación financiera complicada. Tras un tiempo viviendo en un convento, su padre logró que su pariente Osbert Huitdeniers lo aceptara a su servicio, mostrándose extremadamente hábil y diligente, para luego pasar a servir a Teobaldo de Bec, arzobispo de Canterbury y natural también de Thierville (algunos especulan con que pudiese ser pariente de Gilbert Becket).
Teobaldo quedó vivamente impresionado por la inteligencia de Thomas, hasta el punto de que lo envió a Roma en varias importantes misiones que supo resolver de manera más que satisfactoria. Teobaldo, en agradecimiento, lo envió a Bolonia y Auxerre a estudiar leyes. En 1154 lo nombró archidiácono de Canterbury y preboste de Beverley, lo que le supuso honores, prestigio y riquezas. Su desempeño en ambos cargos fue tan brillante que, cuando el rey Enrique II de Inglaterra cesó a su canciller, Robert de Ghent, el arzobispo no dudó en recomendarle a Thomas para el puesto, ocupándolo oficialmente en enero de 1155.

Enrique II de Inglaterra (1133-1189)

Enrique II Plantagenet era un rey de fuerte carácter e ideas claras. Su prioridad durante su reinado fue consolidar la autoridad real y recortar los privilegios (muchos de ellos heredados de la tradición inglesa) de nobles y clérigos. Tomó medidas contra los poderosos señores feudales, demoliendo castillos construidos sin el permiso real, y mejoró la hacienda y el sistema de recaudación de impuestos. Pero su verdadero legado fue la reforma legislativa: creó tribunales por todo el país con el poder de administrar justicia en nombre del rey, cercenando así los poderes de los tribunales feudales, controlados por los nobles; reimplantó los juicios con jurado; y sentó las bases del derecho británico actual, la "Common Law", con un conjunto de leyes aplicable en todo el reino y a todos sus súbditos. Y esto le llevó a enfrentarse a la Iglesia, porque no sólo contemplaba que los delitos cometidos por los clérigos quedaban sujetos a la justicia secular, eliminando el derecho que tenían hasta entonces de ser juzgados por un tribunal eclesiástico, sino que también veían restringido su derecho a apelar ante el Papa.
Enrique II encontró en Thomas Becket al colaborador ideal para su catálogo de reformas. Trabajó incansablemente para defender las posiciones de Enrique ante la Iglesia y los nobles, consiguiendo con su habilidad numerosos éxitos en las negociaciones. Además, no sólo se convirtió en un valiosísimo servidor, también llegó a ser uno de los amigos más preciados del rey, a quien acompañaba habitualmente en cacerías, banquetes y correrías amorosas. La confianza entre ambos llegó a ser tal que Enrique II envió a su heredero, Enrique el Joven, a vivir con Becket para que lo educase. Años más tarde, el joven Enrique se enfrentaría a su padre por el aprecio que tenía a Becket, del que llegó a decir que le había dado más amor paternal en un sólo día que su propio padre en toda su vida.
El 18 de abril de 1161 moría Teobaldo de Bec, tras una larga enfermedad. Enrique II vio una oportunidad para conseguir una ventaja política importante, e impuso a Thomas Becket como nuevo arzobispo de Canterbury, algo que despertó no pocas protestas entre el clero inglés. A pesar de ello, un Consejo Real formado por obispos y nobles confirmó el nombramiento el 23 de mayo de 1162. El 2 de junio de ese año, Becket era ordenado sacerdote, y al día siguiente era consagrado arzobispo por los obispos de las diócesis subordinadas a la de Canterbury, encabezados por Henry de Blois, obispo de Winchester.
Cierta leyenda galante pretende que Enrique II buscaba, al nombrar arzobispo a Thomas, librarse de un rival en las atenciones de cierta hermosa dama por cuyos favores ambos competían. Pero no deja de ser una leyenda. Con certeza, la intención del Plantagenet era lograr una ventaja a la hora de negociar con la Iglesia inglesa colocando al frente de ella a alguien absolutamente leal a él. Al menos, eso era lo que pensaba.


Porque tras asumir su nuevo cargo, Becket sufrió una transformación que sorprendió a todos cuantos lo conocían, especialmente al rey. El cortesano disoluto y hedonista, el amante del placer y la buena vida, se transformó de pronto en un clérigo austero, humilde y piadoso. Quiso tomarse en serio su nueva dignidad y, dándose cuenta de que no podía defender a la vez los intereses de Dios y del rey, renunció a su cargo de canciller, ante el asombro y el enfado de Enrique II. A partir de ese momento, Thomas buscó recuperar y proteger los privilegios eclesiásticos que le habían sido arrebatados al clero, en buena parte gracias a su propia labor. Y se entregó a ello con el mismo fervor y energía que antes había desplegado para servir al rey.
De inmediato, el rey comprendió que se hallaba delante del más formidable rival que hasta aquel momento se había atrevido a oponerse a sus designios. Y trató de reducir la influencia y el poder del arzobispo. El 11 de octubre de 1163 convocó al clero a una asamblea en Westminster, donde les exhortó a reconocer la igualdad de todos los individuos, religiosos o laicos, ante la ley, y a reconocer los derechos tradicionales del rey sobre la Iglesia. De entre los dubitativos religiosos, sólo una voz se levantó para rechazar tajantemente estas pretensiones: la de Becket. No hubo acuerdo, y el rey, frustrado, volvió a Londres.
Enrique II volvió a la carga en enero de 1164. Convocó una nueva asamblea en el palacio de Clarendon, a donde acudieron los principales prelados de Inglaterra, y les presentó para su aprobación una serie de dieciséis artículos (que acabarían siendo conocidos como las Constituciones de Clarendon) que incluían el sometimiento de la Iglesia a la justicia secular, la limitación de sus privilegios y de su dependencia de Roma. De nuevo, Thomas Becket se opuso y buscó negociar cada uno de los puntos, pero Enrique se negó y Becket rechazó firmar las Constituciones, pese a que el resto del clero si lo había hecho.
Harto de la oposición de su antiguo aliado, Enrique II trató de librarse de él por otros métodos. Y así, en octubre de 1164, Becket fue llamado a presentarse ante un gran consejo reunido en el castillo de Northampton, para ser sometido a juicio acusado de desacato a la autoridad real, malversación y abuso de poder mientras era canciller real. Declarado culpable, no esperó a que se dictara sentencia; huyó del juicio y buscó refugio en el continente, donde fue acogido y protegido por el rey Luis VII de Francia y el papa Alejandro III.
Empieza entonces un juego en el que se mezclan política, religión y justicia, ideales y pragmatismo, intereses personales y nacionales. Enrique II exige a Alejandro que castigue a Becket y envíe un legado a Inglaterra para negociar, a lo que el papa, que estaba de acuerdo con las ideas defendidas por el arzobispo, se niega. Pero tampoco se decide a tomar medidas contra Enrique, como le pide Becket, por su propia situación. En la iglesia hay un cisma que enfrenta a Alejandro III (apoyado por Francia, Inglaterra y los reinos cristianos de la Península Ibérica) con el antipapa Víctor IV (apoyado por el emperador germano Federico I Barbarroja), que ha obligado a Alejandro a exiliarse en Francia. El papa teme que si se enfrenta abiertamente a Enrique, éste deje de apoyarle, como hasta entonces, perdiendo así un valioso aliado.
La situación se prolonga durante seis años, en los que Thomas Becket permanece en Francia, refugiado primero en la abadía cisterciense de Pontigny y luego en la ciudad borgoñona de Sens. En 1170, por fin, Alejandro III se decide a tomar medidas severas y amenaza a Enrique II con la excomunión. El rey, inquieto y molesto, accede a permitir que Thomas Becket retorne a Inglaterra y asuma de nuevo sus funciones como arzobispo, aunque no acepta las demás peticiones, como devolver a la iglesia las propiedades que le había incautado.
Thomas Becket pisa suelo inglés el 3 de diciembre de 1170; apenas dos días después ya está en Canterbury. Si Enrique esperaba que el destierro hubiese atemperado el carácter del arzobispo, se equivocaba por completo. En noviembre, Becket había excomulgado a tres altísimos cargos de la iglesia inglesa: Roger de Pont L'Évêque, arzobispo de York; Gilbert Foliot, obispo de Londres; y Josceline de Bohon, obispo de Salisbury. ¿El motivo? Haber coronado en junio de ese año al hijo de Enrique II, Enrique el Joven, el antiguo pupilo de Becket, como co-regente, algo que era privilegio exclusivo del arzobispado de Canterbury. Al llegar a Inglaterra, le piden que anule esta excomunión, a lo que se niega, alegando que sólo el Papa puede hacerlo.
A oídos del rey, que está en la ciudad francesa de Bures junto a su séquito, no tardan en llegar las noticias procedentes de Inglaterra: Becket preparaba la excomunión de los prelados que habían apoyado a Enrique y medidas contra todos los que habían participado en la incautación de propiedades eclesiásticas.
De nuevo, nos adentramos en los pantanosos terrenos de la leyenda. Según la tradición, Enrique montó en cólera contra Becket, Y volcó esa ira contra sus propios caballeros, a los que se dirigió con estas palabras: ¿Qué miserables zánganos y cobardes he alimentado y criado en mi casa, que dejan que su amo sea tratado con tan vergonzoso desprecio por un clérigo de baja estofa?¿Nadie me librará de este insolente sacerdote? Ante estas palabras, cuatro caballeros se levantan en silencio y abandonan el castillo de Bures. Sus nombres son Reginald Fitzurse, Hugh de Morville, William de Tracy y Richard le Breton. Los cuatro cabalgan de vuelta a Inglaterra y se alojan en el castillo de Saltwood, preparando su misión, que no tardarán en llevar a cabo.


La muerte de Becket le convirtió en un mártir y empezó a ser reverenciado por toda Europa. Alejandro III lo canonizó apenas dos años después de su muerte. Enrique II fue excomulgado, aunque luego el Papa le perdonó a cambio de que hiciera penitencia  y enviara dinero a los cruzados. El rey hizo pública penitencia en 1174, haciéndose flagelar junto a la tumba de Becket. Si de verdad estaba contrito y pesaroso, o se trataba de un artificio para hacerse perdonar por el Papa y acallar las voces críticas, sólo lo sabía él. Los cuatro asesinos buscaron refugio en el castillo de Knaresborough, cerca de la frontera con Escocia, propiedad de Morville, donde permanecieron más de un año, aunque Enrique II no tomó medidas contra ellos, ni les hizo arrestar, ni confiscó sus propiedades. Alejandro III los excomulgó y les ordenó viajar a Tierra Santa, para permanecer allí catorce años haciendo penitencia, descalzos y en soledad. Se cree que ninguno volvió con vida a Inglaterra y que sus cuerpos fueron sepultados en Jerusalén, aunque hay varias leyendas y tradiciones sobre su destino: que sus cuerpos fueron llevados de vuelta a Inglaterra y sepultados en la isla de Brean Down, en la costa oeste de Gran Bretaña; que Richard le Breton volvió de Tierra Santa y pasó sus últimos años en la isla de Jersey; o que Reginald Fitzurse huyó a Irlanda, donde dio origen al clan McMahon.
Tras la muerte de Becket, Enrique II se mostró menos combativo con la Iglesia. Su sucesor, su hijo Ricardo I Corazón de León, no prestó demasiado interés a las cuestiones legales y religiosas, enfrascado como estuvo durante buena parte de su reinado en guerras y disputas. El sucesor de Ricardo, su hermano Juan Sin Tierra, sin embargo, volvió a tener roces con Roma a cuenta del derecho de elección del arzobispo de Canterbury.
La tumba de Thomas Becket, en la catedral de Canterbury, se convirtió en uno de los principales destinos de peregrinación en Inglaterra, hasta que fue destruída en 1538 por orden directa de Enrique VIII durante la llamada "Disolución de los monasterios" (la incautación de las propiedades de la Iglesia Católica de Inglaterra, después de que el rey se hubiera proclamado cabeza de la Iglesia Anglicana).
En el lugar en el que estuvo la tumba de Becket hay una vela permanentemente encendida

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