Verba volant, scripta manent

sábado, 31 de marzo de 2012

Error tras error

                                             Dan Quayle


En cierta ocasión, el político norteamericano Dan Quayle, vicepresidente de 1988 a 1992 bajo el mandato de George Bush padre, cometió un vergonzoso error mientras asistía a un concurso de ortografía al advertir a uno de los concursantes, equivocadamente, de que la palabra "potato" se escribía con "e" final. Ante las numerosas críticas y burlas que recibió a raiz de aquello, se vió obligado a dar explicaciones. Y dijo: Debí haberme dado cuenta de aquel error en el concurso de ortografía. Pero, como dijo una vez Mark Twain, no se debe confiar en un hombre que tiene sólo una manera de deletrear una palabra. Y volvió a meter la pata: la frase no era de Twain, sino del presidente Andrew Jackson (1767-1845).
Una vez mas, compareció para justificarse: Tenía que haber recordado que lo había dicho Andrew Jackson, que era apodado "Stonewall" (muro de piedra) por vetar propuestas de ley aprobadas por el Congreso.
Ese fué su tercer error, y el más grave de los tres. ¡Había confundido al presidente Jackson con el general confederado Thomas "Stonewall" Jackson (1824-1863), que había recibido tal apodo tras la batalla de Bull Run (1861)!

martes, 27 de marzo de 2012

El Manifiesto de los Persas

El Manifiesto de los Persas

Recientemente se han celebrado los 200 años de la promulgación de la Constitución de 1812, la primera en España. Como ya se ha hablado mucho de las circunstancias de su redacción, haré sólo un breve esbozo: con las tropas francesas ocupando la mayor parte del territorio español, habiendo la familia real (retenida en Bayona) abdicado en favor de Napoleón (quien a su vez había nombrado rey a su hermano José), se crea una Junta Suprema Central, que da órdenes en mayo de 1809 de que se reúnan las Cortes Constituyentes. La primera sesión tiene lugar en septiembre de 1810, en la localidad de San Fernando, para posteriormente trasladarse a Cádiz, a la que llegan delegados de la mayor parte de las regiones de España (algunos no pudieron asistir por culpa de la ocupación francesa y fueron sustituídos por personalidades locales), incluídos los territorios de ultramar. El fruto de las reuniones fué la Constitución de 1812, conocida popularmente como "la Pepa" (por haber sido promulgada el 19 de marzo de 1812, día de San José). Una Constitución notablemente avanzada, inspirada (irónicamente) en la francesa, y también en la norteamericana, que reconocía por primera vez el término de "nación", donde residía la soberanía (no en la figura del rey), además de la separación de poderes, la libertad de prensa, el sufragio universal... (aunque también tenía defectos; no reconocía derecho alguno para las mujeres, ni permitía la libertad religiosa).
Sin embargo, la propia Constitución no era aceptada por una parte muy importante de la población, partidaria del Antiguo Régimen, incluída la facción más reaccionaria y ultraconservadora de los propios delegados que habían participado en su redacción. Ellos fueron los responsables de un peculiar documento que pasaría a la historia con el nombre de Manifiesto de los Persas.
Luego, lo ya sabido: los diversos frentes que sostenía Napoleón empezaron a serle desfavorables, incluído el español. Las tropas francesas se ven obligadas a dejar la Península y Napoleón acepta devolverle la corona a Fernando VII, apodado "el Deseado" por sus partidarios, a cambio de su neutralidad. Fernando vuelve a España en marzo de 1814, pero no muestra ninguna intención de jurar la Constitución, como ésta establecía en su artículo 173. Y el 16 de abril entra en Valencia, donde le estaba esperando el llamado Manifiesto de los Persas. Era éste un documento firmado cuatro días antes en Madrid por sesenta y nueve diputados de las Cortes, encabezados por Bernardo Mozo de Rosales (un notorio conservador que, ironías del destino, acabaría sus días exiliado en Francia), donde pedían al rey que aboliese la Constitución y restaurase las instituciones del Antiguo Régimen. Su nombre se debe a un pasaje del propio documento que recuerda la costumbre de los persas de decretar cinco días de absoluta anarquía tras la muerte de un rey (como advertencia de lo malo que sería estarse sin un gobierno fuerte), comparando dicha anarquía con el gobierno liberal existente.
Con el apoyo de dicho documento (y de buena parte del ejército, todo hay que decirlo) Fernando promulgó el 4 de mayo un decreto restableciendo el absolutismo y declarando nula la Constitución y sin validez toda resolución de las Cortes (que serían disueltas el día 10 de mayo): "... declaro que mi Real ánimo es, no solamente no jurar ni acceder a dicha Constitución, ni a decreto alguno de las Cortes generales y extraordinarias ni de las ordinarias actualmente abiertas (...) sino el de declarar aquella Constitución y aquellos decretos nulos y de ningún valor ni efecto, (...) como si no hubiesen pasado jamás tales actos y se quitasen de en medio del tiempo y sin obligación en mis pueblos y súbditos de cualquier clase y condición a cumplirlos y guardarlos". La Constitución sólo volvería a estar en vigor durante el llamado trienio liberal (1820-1823), pero serviría de modelo para otras, como la portuguesa. Y Fernando VII se convertiría en uno de los reyes más nefastos que han gobernado este desafortunado país.

sábado, 24 de marzo de 2012

El último viaje del Marlborough

                               El Marlborough

Estamos en un agradable día de la primavera austral de 1913. El buque inglés Johnson, en ruta de Nueva Zelanda a Glasgow, está doblando el Cabo de Hornos, cerca ya de la ciudad chilena de Punta Arenas. La travesía transcurre con tranquilidad, el clima es idóneo para la navegación y cada uno se dedica a sus quehaceres habituales. Hasta que en un momento dado, alguien advierte la presencia, a cierta distancia, de otro barco. Parece estar en problemas; navega de manera errática y muestra una evidente escora, como si tuviera alguna vía de agua. El capitán da orden de acercarse, por si estuvieran en apuros.
Ya antes de llegar junto a él, el capitán del Johnson puede ver, a través de su catalejo, el estado del barco. Las velas desgarradas, la arboladura desvencijada, la suciedad y el descuido presentes por todas partes, hicieron pensar al capitán inmediatamente en la leyenda del Holandés Errante; tal era el estado del barco, que difícilmente podía imaginarse cómo es que seguía todavía a flote.
Decidido a descubrir el origen de tal misterio, el capitán reúne un grupo de marineros y se embarca con ellos en un bote para subir a bordo de aquel espectro flotante. La sorpresa de todos no tiene límites cuando distinguen el nombre del navío: el Marlborough.
El Marlborough era un elegante clipper botado en 1876 en los astilleros de Robert Duncan & Co., en Glasgow (Escocia). Propiedad de la naviera Shaw, Savill & Albion Co. Ltd., realizaba habitualmente la ruta entre Lyttleton (Nueva Zelanda) y Glasgow. Los tripulantes del Johnson conocían bien su nombre. Primero, porque realizaba la misma ruta que ellos. Y segundo, porque a los marineros les gusta contar historias de barcos perdidos. Y el Marlborough había desaparecido sin dejar rastro. Tras salir de Lyttleton un 11 de enero con un cargamento de lana y carne de oveja congelada y treinta personas a bordo (veintinueve tripulantes y una pasajera), al mando del capitán Herd, no se había vuelto a tener más noticias de él. Pero lo que realmente asombraba a sus descubridores era que todo ello había ocurrido... en 1890.
Los hombres del Johnson se miraban desconcertados unos a otros. ¿Era posible que un barco hubiera estado navegando a la deriva durante veintitrés años, sobre todo en aquel estado y en unas aguas de las más peligrosas del planeta? Decididos a desentrañar aquel misterio, subieron a bordo.
El panorama a bordo era igual de desolador que visto desde fuera. El moho y la suciedad lo cubrían casi todo, las maderas de la cubierta estaban sueltas y medio podridas. ¿Y la tripulación? No tardaron en hallar a varios, o más bien sus esqueletos, cubiertos aún con los harapos de lo que un día habían sido sus ropas. Uno de ellos tras el timón, otros tres en el puente de mando, como si la muerte no hubiera sido suficiente para hacerles abandonar sus puestos. El resto de los tripulantes, en las mismas condiciones, estaba bajo cubierta. Nada encontraron que pudiera darles una pista de lo sucedido en aquel barco. Ni siquiera el diario de a bordos, que seguía en su sitio, pero tan podrido, que se deshizo con sólo tocarlo. Cada vez más inquietos por sus macabros hallazgos (y porque el estado del barco podía provocar que se hundiera en cualquier momento) los marineros del Johnson volvieron a su barco y se alejaron lo más rápido posible de aquel buque maldito que se alejaba lentamente hacia un final que parecía inminente.
La historia del Marlborough no tardó en convertirse en una de las historias de barcos fantasmas más conocidas entre las gentes del mar. Pero la solución de su misterio la darían algo más tarde unos balleneros norteamericanos que habían naufragado algún tiempo antes en las Shetland del Sur, un archipiélago distante apenas cien kilómetros de las costas antárticas. Viajando en busca de una base ballenera que por entonces había por la zona hallaron al Marlborough... en una remota bahía atrapado entre los hielos. Incluso subieron a bordo en busca de alimentos, pero no hallaron nada utilizable. Resulta probable que el Marlborough hubiera sufrido una tempestad tratando de doblar en cabo de Hornos que le habría empujado tan al sur, donde habría quedado atrapado en el hielo como un insecto en el ámbar. Sus tripulantes murieron de frío o de hambre... y quedaron atrapados con el barco, hasta que un tiempo algo más benigno que de costumbre liberó al barco de su prisión permitiéndole una última travesía.

sábado, 17 de marzo de 2012

El rescate de Cabanatuan

Coronel Henry Andrew Mucci

Horas después del ataque a Pearl Harbour, las tropas japonesas invadieron Filipinas. Diez mil soldados norteamericanos y sesenta mil filipinos se atrincheraron en la península de Bataán, donde, tras cuatro meses de resistencia desesperada, sin víveres y sin posibilidad de ser rescatados, se vieron obligados a rendirse. Los prisioneros (tanto soldados como civiles) son confinados por los japoneses en varios campos de prisioneros, donde fueron víctimas de malos tratos, ejecuciones sumarias, desnutrición y enfermedades.
El mayor de estos campos era el de Cabanatuan, así llamado por estar a unos kilómetros de dicha ciudad (aunque la población más cercana era una aldea llamada Pangatian). Situado en un antiguo campo de entrenamiento del ejército filipino, llegó a haber en él ocho mil prisioneros, aunque luego muchos fueron trasladados a otros lugares para ser empleados como trabajadores a la fuerza. En octubre de 1944 había todavía 2100 hombres en el campo, pero 1600 fueron trasladados, quedando solamente unos 500 prisioneros (casi todos norteamericanos, pero también ingleses y de otras nacionalidades), la mayoría enfermos o heridos.
Después de los éxitos iniciales, la guerra en el Pacífico había cambiado su signo y ahora eran los japoneses quienes llevaban las de perder y se veían obligados a retirarse uno tras otro de los territorios que habían ocupado. Las órdenes del Ministro de Guerra japonés eran muy claras: no liberar ni a un sólo prisionero, y si las tropas se ven obligadas a retirarse, eliminarlos a todos.
En octubre de 1944, las tropas norteamericanas desembarcaban en suelo filipino, en la isla de Leyte, cumpliendo así con lo que había dicho el general MacArthur al verse obligado a retirarse en 1942: Salí de Bataán, y volveré. El avance es contínuo y en enero el frente ya estaba a apenas 50 km. de Cabanatuan. El alto mando norteamericano sabía perfectamente que su avance ponía en serio riesgo a los prisioneros del campo, y empiezan a sopesar la posibilidad de organizar una expedición de rescate. Un hecho espeluznante da el impulso definitivo al proyecto: el 14 de diciembre los japoneses habían asesinado, quemándolos vivos, a 140 prisioneros del campo de Palawan.
El teniente general Walter Krueger, comandante en jefe del Sexto Ejército, encarga la complicada misión al teniente coronel Henry Mucci, al mando del 6º batallón de los Rangers. Mucci eligió para la operación a la Compañía C de los Rangers, reforzada por el pelotón 2º de la compañía F. En total, 120 soldados y 8 oficiales. Mucci explicó con claridad a los escogidos la misión encomendada y las dificultades a las que se enfrentaban: cruzar 50 kilómetros de selva, enfrentarse a fuerzas japonesas muy superiores en número y liberar a los prisioneros trasladándolos después a lugar seguro. Luego, les dió la oportunidad de rechazar la misión, si así lo deseaban. Ni uno solo de aquellos hombres se negó a ir.
El 28 de enero, los hombres de Mucci parten hacia el campo de prisioneros, guiados por colaboradores nativos. Esa misma noche, entran en contacto con la guerrilla local filipina, que habría de ayudarles en la misión. Mucci reúne informes sobre la situación de las tropas japonesas y la disposición del campo. Hay unos 200 soldados japoneses en el campo, y a apenas unos kilómetros, un destacamento con más de mil soldados que incluso disponen de tanques, acampado cerca del puente de Cabu. Afortunadamente, un grupo aún más numeroso de soldados japoneses acababa de dejar la zona.
El 30 de enero tiene lugar el asalto. Mientras la guerrilla filipina (reforzada con soldados americanos con bazookas, para acabar con los tanques), a las órdenes de los capitanes Juan Pajota y Eduardo Joson, se enfrenta a las tropas japonesas para impedirles llegar al campo, Mucci y sus hombres asaltarán el reducto, liberando a los prisioneros y huyendo con ellos. A las cinco de la tarde, los Rangers ya han tomado posiciones cerca del campo. A eso de las seis, un caza P-61 sobrevuela el campo, fingiendo tener problemas mecánicos, como distracción. A las 19:45, al amparo de la noche, Mucci da la orden de ataque. El pelotón 2º de la F toma la entrada trasera, mientras la Compañía C ataca la puerta principal. Los vigilantes de las torres son abatidos al instante y los soldados norteamericanos entran en el campo, eliminando toda resistencia. En apenas treinta minutos todos los guardianes del campo han sido abatidos, los prisioneros rescatados y se inicia la marcha de vuelta al campamento americano, mientras la guerrilla filipina cubre su retirada. Los japoneses han perdido a los 200 hombres del campo, más otros 300 (amén de cuatro tanques) durante la emboscada de los filipinos. Las bajas aliadas son sólo de dos Rangers muertos (el capitán James Fisher, cirujano del batallón, y el cabo Roy Sweezy) y cuatro heridos, un prisionero muerto (de un ataque al corazón) y veinte guerrilleros filipinos. Se ha logrado rescatar a 522 prisioneros. Como curiosidad un prisionero británico llamado Edwin Rose se escondió en las letrinas al iniciarse el ataque y cuando salió se encontró con que los americanos ya se habían ido sin él. Afortunadamente, los filipinos lo encontraron al día siguiente y lo ayudaron a pasar a territorio seguro.
Protegidos en su huida por los filipinos, con la ayuda de la población local y con camiones para transportar a los más débiles, apenas doce horas después prisioneros y rescatadores están de vuelta en su base.
La misión se convirtió en una de las acciones más populares de la Segunda Guerra Mundial, conocida como The Great Raid (El gran ataque o La gran incursión) o The Raid at Cabanatuan (La incursión de Cabanatuan). Numerosas medallas se concedieron a raiz de la misión: Mucci y el capitán Robert Prince, que mandaba la Compañía C, recibieron la Cruz por Servicio Distinguido, segunda máxima distinción del Ejército norteamericano. Todos los oficiales recibieron la Estrella de Plata, y todos los soldados, así como los oficiales filipinos que intervinieron en la acción, recibieron la Estrella de Bronce.
Mapa de la región, con el avance y la retirada de los norteamericanos

sábado, 10 de marzo de 2012

El misterio del esqueleto reconstruido


26 de julio de 2007. Mientras una ola de calor azota la península italiana, los bomberos de Roma reciben el aviso de un incendio, aparentemente provocado, en un cañaveral del barrio de Magliana, a las afueras de la ciudad, a orillas del Tiber. Pero una vez sofocado el incendio, tiene lugar un macabro hallazgo: en el solar, junto a un viejo muro semiderruido, encuentran un esqueleto humano. Tendido, apenas protegido, totalmente descarnado, había resultado afectado por las llamas. Cerca de él, la Policía halla unas llaves, varias prendas de ropa y un documento de identidad, perteneciente a un tal Libero Ricci, un ex-empleado del Vaticano jubilado de 77 años, desparecido desde el 31 de octubre de 2003, cuando salió de su casa para dar uno de sus habituales paseos y no volvió a saberse nada de él. Hasta aquí el caso parecía sencillo: aquellos restos seguramente eran los del signore Ricci, que habría sufrido alguna indisposición o había sido agredido durante su paseo y había muerto allí mismo; y al tratarse de un lugar apartado, nadie reparó en el cuerpo. Pero cuando los restos fueron llevados al laboratorio forense, descubrieron que el misterio sólo acababa de empezar.
Cuando se comparó el ADN de aquellos huesos con el de la familia de Ricci saltó la sorpresa. Aquel no era el esqueleto de Líbero Ricci. De hecho, no era estrictamente un esqueleto. Se trataba en realidad de un puzzle compuesto por los restos de al menos cinco personas, tres mujeres y dos hombres, muertos a lo largo de veinte años. El cráneo y la columna vertebral pertenecían a una mujer muerta antes de 2006. La tibia y el peroné izquierdos, a una mujer muerta antes del 2000. La tercera mujer había muerto al menos antes de 1998. Y los hombres habían muerto uno entre 2002 y 2006 (el propietario de una de las clavículas) y el otro (que aportaba un fémur) entre 1986 y 1989. Los distintos restos estaban combinados con gran habilidad, dando la impresión de ser un único cuerpo (sólo faltaban algunos pequeños huesos de las articulaciones de muñecas y tobillos).
Las pruebas de ADN no permitieron identificar a ninguno de las cinco personas. Sin embargo, si que dieron un resultado que contribuyó a confundir más el caso. Los técnicos descubrieron una coincidencia entre el ADN mitocondrial de la propietaria del cráneo y la columna con el de Ricci, lo que demostraba que estaba emparentada con él por vía materna.
Otros datos curiosos salieron a la luz. La documentación y las llaves halladas cerca de los restos eran de Ricci, pero no así las ropas. Y el incendio que llevó a descubrir el cuerpo había sido a todas luces intencionado, como si alguien hubiera querido revelar la presencia del rompecabezas óseo.
¿Se trataba de los trofeos de un asesino en serie que había pasado desapercibido hasta el momento? ¿O quizá era el fruto del trabajo de un morboso coleccionista y saqueador de tumbas? ¿Y cómo encajaba Ricci en el caso? Hasta el momento de su desaparición, había llevado una vida intachable, era querido por su familia y amigos y no se le conocían enemigos. ¿Había sido una víctima más o era el responsable?
Lamentablemente, ni las investigaciones policiales ni la relevancia pública que alcanzó el caso llevaron a la resolución del caso. Los cinco desconocidos no han sido todavía identificados ni ne ha podido averiguar nada del paradero de Libero Ricci, ni descubrir qué se esconde tras este retorcido caso.

sábado, 3 de marzo de 2012

El hombre que nunca existió: la operación Mincemeat

                    Playa de El Portil, en Cartaya (Huelva)

El 30 de abril de 1943 un pescador español hallaba en la playa de El Portil (Huelva) un cadáver con uniforme del ejército británico y un chaleco salvavidas puesto. Dió aviso inmediatamente a las autoridades, las cuales a su vez avisaron a los británicos, quienes reconocieron el cadáver como el de uno de sus hombres, que viajaba en un avión que se había dado por perdido en el Atlántico cuando viajaba desde el norte de África hacia Inglaterra. El vicecónsul F. K. Hazeldene se hizo cargo del cuerpo y, tras un examen forense superficial que concluyó que el fallecido había muerto ahogado y llevaba entre tres y cinco días en el agua, el cadáver, identificado como el del comandante William Martin, de los Royal Marines, fué enterrado en Huelva. Pero por aquel entonces España, bajo la dictadura del general Franco, aunque oficialmente era neutral, no escondía sus simpatías por el Eje. Los alemanes tenían una amplia red de espías y colaboradores por todo el país y se enteraban de lo que pasaba antes incluso que las propias autoridades españolas. Agentes alemanes tuvieron ocasión de examinar cuidadosamente aquel cadáver y sus pertenencias antes de que fuera entregado a los británicos. Incluso sus cartas personales fueron copiadas por si en ellas había alguna información relevante. Y resultó que la había: el fallecido portaba una carta del teniente general sir Archibald Nye, subjefe del Estado Mayor británico, al general sir Harold Alexander, comandante del ejército británico del norte de África donde se hacía referencia a un proyectado desembarco de las tropas aliadas del norte de África en Cerdeña y Grecia, a la vez que se intentaba convencer a los alemanes de que el verdadero desembarco tendría lugar en Sicilia. Con esa información, los alemanes reforzaron sus posiciones en ambos lugares. Sin duda debieron quedar muy sorprendidos cuando el desembarco se produjo... en Sicilia. Habían sido víctimas de una de las operaciones más ingeniosas del contraespionaje aliado en la Segunda Guerra Mundial. Porque aquella carta era falsa. Y aquel cadáver era el hombre que nunca existió.
La labor de los servicios secretos no sólo consiste en averiguar los secretos del enemigo. También deben evitar que el enemigo conozca los secretos propios y, si es posible, proporcionarle información falsa. La cuestión es hacerle llegar esa información de un modo que no les haga sospechar que es falsa.
Tras la derrota de los alemanes en el norte de África, el siguiente paso de los aliados era llevar a esas tropas que ya no tenían contra quién combatir a Europa, para abrir un nuevo frente de batalla contra los nazis. Una operación arriesgada que debía ser ejecutada con la mayor de las cautelas para evitar que los alemanes les estuvieran esperando en el momento del desembarco. A un capitán de la RAF se le ocurrió lanzar sobre Francia un cadáver en paracaídas con un receptor de radio, pero la idea se desechó. Sin embargo, el capitán de corbeta Ewen Montagu, oficial de la inteligencia naval, creyó que era una buena idea de partida y logró que le permitieran llevarla a cabo, en una operación que recibió el nombre en clave de Mincemeat (carne picada).
Primero se prepararon los documentos que había de llevar el cadáver. Para que el engaño no resultara evidente, se decidió que la información fuera en una carta personal, y no en un documento oficial; una carta entre Nye y Alexander con una referencia como de pasada al supuesto plan de desembarco fué la opción elegida. También decidieron que fingirían que el cadáver sería el del ocupante de un avión estrellado en el mar, como versión más verosímil para explicar su llegada a poder de los alemanes.
El siguiente paso, encontrar un cadáver apropiado. No tardaron en encontrar el candidato ideal: un hombre de 34 años, muerto de neumonía causada por la ingestión de raticida. Su familia dió el consentimiento para que se utilizara su cadáver, a condición de que tuviera un entierro digno y prestara un servicio importante al país. Nunca se ha confirmado la identidad del individuo, pero se apunta a que pudiera tratarse de Michael Glyndwyr, un vagabundo alcohólico de origen galés. Otros investigadores sostienen que se trataba del cuerpo de un marinero inglés muerto en el hundimiento del portaaviones HMS Dasher el 27 de marzo.
A partir de ahí Montagu y su equipo crearon una personalidad completa para el fallecido: William Martin (se eligió este nombre por ser muy común), capitán de los Royal Marines (aunque con el rango temporal de comandante), experto en operaciones anfibias. Se le proporcionaron todos los objetos que un hombre de su posición debería llevar: documentación personal, cartas de su banco, facturas, entradas de teatro, dinero, cerillas, etc. Y también cartas personales: de su padre, varias de su novia Pam (escritas en realidad por una secretaria del MI5). Y la famosa carta falsa de Nye a Alexander, reforzada por otra carta, también falsa, de lord Mountbatten (jefe de Operaciones Combinadas) al almirante sir Andrew Cunningham alabando las cualidades de Martin como experto en operaciones anfibias. Todo ello se guardó en un maletín que se amarró con unas esposas a la muñeca del cadáver.
El cadáver, vestido de oficial y con todos sos objetos personales, fué metido en un cajón estanco con hielo y embarcado el 19 de abril en el submarino HMS Seraph, que lo trasladó en el mayor de los secretos a la costa española. Sólo el oficial al mando, el comandante Jewell, sabía el contenido del cajón, y sólo lo reveló a sus oficiales en el momento mismo de arrojar el cadáver al agua, en la madrugada del día 30. El Seraph se quedó en las inmediaciones hasta que se aseguró de que el cadáver llegaba a la costa, y regresó a su base.
Pese a la dificultad que entrañaba el plan todo salió como estaba planeado. Cuando se llevaron de vuelta a Inglaterra los efectos del "capitán Martin" se examinaron las cartas y se confirmó que habían sido abiertas y luego vueltas a cerrar cuidadosamente. El desembarco en Sicilia, conocido como "Operación Husky" fué un éxito rotundo. Años más tarde, cuando se tuvo acceso a la correspondencia de Hitler, se demostró que el Fuhrer había dado una credibilidad absoluta a la información obtenida del cuerpo de Martin, hasta el punto de que ordenó personalmente reforzar las posiciones alemanas en Cerdeña y Grecia, usando incluso divisiones que eran necesarias en otros frentes, y rechazando frontalmente cualquier sospecha de que los aliados iban a desembarcar en Sicilia.
El cuerpo del falso oficial sigue enterrado en el cementerio onubense de Nuestra Señora de la Soledad, bajo una lápida con la inscripción William Martin. Nacido el 25 de marzo de 1907. Muerto el 24 de abril de 1943. Amado hijo de John Glyndwyr Martin y Antonia Martin, de Cardiff (Gales). Dulce et decorum est pro patria mori. R. I. P.
La historia salió a la luz ya en los años 50, cuando Montagu publicó un libro titulado precisamente The man who never was, en el que contaba todos los detalles de la operación, y que sería llevado al cine en una película de igual título estrenada en 1956.