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Raymond Margolies y Sylvia Bloom |
En el año 2016 fallecía en una residencia de ancianos de Nueva York una mujer de 96 años llamada Sylvia Bloom. Era una mujer sencilla y discreta, que había trabajado durante décadas como secretaria en un bufete de abogados. Hija de inmigrantes europeos, nacida en 1919, había vivido las penurias de la Gran Depresión de 1929 y había trabajado muy duro para salir adelante, trabajando de día y asistiendo a clases nocturnas para terminar sus estudios. Se había casado con Raymond Margolies, un bombero municipal que tras retirarse se había dedicado a la enseñanza, permaneciendo juntos hasta su muerte en 2002. La pareja no había tenido hijos, así que en su testamento Sylvia había establecido que la mayor parte de su herencia (salvo algunas pequeñas cantidades para su familia cercana) fuese destinada a obras de caridad.
Su sobrina Jane Lockshin era nombrada como albacea testamentaria, encargada de que se cumplieran sus últimas voluntades. Pero cuando Jane comenzó a revisar los documentos de Sylvia, y empezó a sumar los saldos de sus distintas cuentas, fondos de inversión y otros productos, descubrió para su sorpresa que el total de la fortuna de su tía ascendía a la sorprendente cantidad de nueve millones de dólares. ¿Como era posible que una modesta secretaria como ella hubiera acumulado semejante fortuna, sin que nadie de su entorno supiera nada?
Sylvia Bloom había sido contratada como secretaria el 24 de febrero de 1947 en el bufete Cleary, Gottlieb, Friendly & Cox, en Wall Street, que por aquel entonces era un incipiente bufete de reciente creación (Sylvia había sido su tercera empleada) y permaneció allí la friolera de 67 años. Cuando se jubiló en 2016 (pocos meses antes de su muerte) Sylvia era la empleada más longeva y una auténtica institución en el bufete, llamado ahora Cleary Gottlieb Steen & Hamilton LLP y convertido en una firma multinacional, con 16 oficinas y más de 1200 abogados trabajando para ellos en todo el mundo. Los que trabajaron con ella la recuerdan como una empleada leal, inteligente, honesta y con una ética de trabajo incomparable.
Como recordaría más tarde su sobrina, en aquella época las funciones de una secretaria iban mucho más allá de las de una simple auxiliar administrativa. Era frecuente que las secretarias se encargaran también de gestionar la vida privada de sus jefes, sobre todo si estos no estaban casados: pagar sus facturas, hacer recados, recoger su ropa de la lavandería... y también encargarse de sus inversiones. Era normal que los abogados del bufete delegasen en Sylvia las comunicaciones con sus agentes de bolsa. Y Sylvia, hábilmente, había aprendido a copiar, dentro de sus posibilidades, los movimientos financieros de sus jefes. Si uno de ellos le decía que llamara a su agente para que comprara mil acciones de la Compañía X, Sylvia así lo hacía; y acto seguido llamaba a su propio corredor de bolsa y le ordenaba comprar cien acciones de esa misma empresa. Cuando sus jefes compraban, Sylvia compraba; cuando ellos vendían, Sylvia vendía. A lo largo de los años aquella discreta secretaria había ido acumulando beneficios poco a poco hasta amasar aquella considerable fortuna, de la que nunca habló a nadie, ni siquiera a su familia. Y dado que en toda la documentación figuraba únicamente el nombre de Sylvia, los que la conocían se inclinan a pensar que ni siquiera su marido Raymond llegó a saber nunca las verdaderas dimensiones de la fortuna de su esposa.
Sylvia nunca dio pistas sobre su fortuna. De acuerdo a su sobrina, ella y su marido vivían cómodamente, sin lujos ni excentricidades. Vivieron durante décadas en un modesto apartamento de alquiler de un solo dormitorio y con renta antigua en Brooklyn, del que Sylvia solo se fue cuando se mudó tras su jubilación a la residencia de ancianos (según ella, porque quería tener con quién jugar al bridge). Sus únicos caprichos eran viajes ocasionales; a Raymond le encantaba apostar y Sylvia era una gran fan de Elvis Presley, así que ambos fueron varias veces a Las Vegas, y también visitaron Europa.
Conforme a los deseos de Sylvia, su fortuna se dedicó a obras de caridad. La mayor parte (6'24 millones de dólares) fue a parar a la Henry Street Settlement, una entidad benéfica del Lower East Side de Manhattan que se encarga de proporcionar cuidados y servicios a los más desfavorecidos de Nueva York, y que empleó ese dinero en crear un fondo de becas para estudiantes sin recursos. Otro millón de dólares fue entregado al Hunter College, una universidad pública en la que Sylvia había estudiado, y un millón más a otro fondo de becas cuyo nombre no fue revelado.
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