Verba volant, scripta manent

lunes, 16 de julio de 2012

Las Navas de Tolosa

Sancho el Fuerte de Navarra sobrepasa a los imesebelen


Hoy, 16 de julio, se cumplen exactamente ochocientos años de una de las batallas más épicas de la Edad Media en la Península Ibérica, que marcó decisivamente el discurrir de la llamada Reconquista, la paulatina recuperación por parte de los reinos cristianos de los territorios ocupados por los musulmanes en el siglo VIII.
Los antecedentes de la batalla hay que buscarlos en una batalla anterior, la de Alarcos (1195) donde el califa almohade Yusuf II, señor del norte de África y del sur de la Península, derrotó al impetuoso rey castellano Alfonso VIII. Los resultados de la derrota fueron desastrosos para los castellanos: los almohades lograron llevar sus fronteras hasta los Montes de Toledo, a tiro de piedra de la capital castellana, y saquearon una amplísima extensión de terreno. Afortunadamente, los almohades habían sufrido muchas bajas y en sus posesiones africanas había estallado la rebelión de los Banu Ganiyah por lo que, tras firmar una paz con los reinos de Navarra, León y Portugal, prefirieron retirarse a su capital, Sevilla. Durante unos años, Yusuf II y su hijo y sucesor, Muhammad An-Nasir, centraron sus atenciones en África, dando oportunidad a los cristianos de recuperarse y preparar el desquite.
Durante esos años, Alfonso VIII había entablado negociaciones con los demás reinos de la Península para tratar de establecer una alianza contra los almohades. Cuando supo que An-Nasir (llamado por los cristianos Miramamolín) había cruzado el estrecho de Gibraltar al frente de un numeroso ejército y se proponía atacarlo, pidió ayuda para conjurar la amenaza. Los reyes Sancho VII el Fuerte de Navarra, Pedro II de Aragón y Alfonso II de Portugal accedieron a enviar tropas al combate. No así Alfonso IX de León. El rey leonés culpaba al castellano de la derrota de Alarcos, al haber atacado a los almohades sin esperar su llegada con refuerzos. Además, en los últimos años ambos reinos mantenían, si no una guerra abierta, si una serie de escaramuzas fronterizas, con toma de plazas incluída. La desconfianza acabó por frustrar el acuerdo entre ambos reyes y el leonés no participó en la campaña, aunque dió libertad a sus caballeros para acudir al combate. Además, gracias a la intermediación del arzobispo de Toledo, Ximénez de Rada, el papa Inocencio III había declarado como "cruzada"·la campaña, lo que atrajo a un buen número de combatientes extranjeros, deseosos de obtener las prebendas, espirituales y económicas, que la participación en dicho evento conllevaba.
Las tropas cristianas se concentraron en Toledo a principios del verano de 1212 y avanzaron hacia el sur, tomando Malagón y Calatrava. La formaban unos 50000 castellanos, más 20000 navarros, aragoneses y portugueses (Sancho de Navarra y Pedro de Aragón habían acudido al frente de sus tropas). También había unos 30000 combatientes europeos, en su mayor parte franceses, incluídos tres obispos (los de Narbona, Nantes y Burdeos), pero la mayor parte se retiró antes del encuentro definitivo. El intenso calor del verano español, al que no estaban acostumbrados, el desacuerdo con Alfonso VIII, líder del ejército, y las órdenes de evitar los saqueos y las matanzas sin sentido de musulmanes y judíos les hicieron volverse a sus hogares, salvo un pequeño contingente de apenas 150 hombres. Además, había tambien varios miles de soldados altamente entrenados, pertenecientes a las órdenes de caballería presentes en la Península, las de Santiago, Calatrava, San Lázaro, el Temple (si, también hubo templarios en las Navas) y de Malta. Y por último, un puñado de caballeros leoneses, asturianos y gallegos, súbditos del rey de León, que acudían a título personal.
Contra ellos se oponía un poderoso ejército al mando de An-Nasir. Los cronistas cristianos hablan de 300 o 400 mil hombres; los estudios más fiables hablan de unos 120000. Es muy habitual exagerar el número de los soldados enemigos; si ganas, aumenta el mérito de tu victoria y si pierdes, tienes mejor excusa. Aún así, la desigualdad numérica en favor de los musulmanes era notable. Entre las tropas de An-Nasir había infantería andalusí y marroquí, veteranos almohades, caballería norteafricana (que ya en tiempos de los romanos tenía fama de ser la mejor del mundo), mercenarios turcos llamados agzaz (excelentes arqueros a caballo) y numerosos voluntarios de distintos países que acudían a la yihad llamados por An-Nasir. Y no hay que olvidar a la temible guardia negra o imesebelen, esclavos procedentes en su mayor parte de Senegal, absolutamente fanáticos, que combatían encadenados entre sí y a estacas clavadas en el suelo, como muestra de que no pensaban en huir, sólo en combatir o morir.
El ejército cristiano se dirige hacia el lugar donde habían establecido su campamento los musulmanes, una serie de suaves elevaciones llamada La Losa, cerca del pueblo jiennense de Santa Elena, en las estribaciones de Sierra Morena. Los musulmanes disponen guarniciones en los principales pasos para impedirles el paso a las tropas cristianas, pero éstas logran cruzar las montañas (según la leyenda, por un paso secreto que les muestra un pastor) y llegar a campo abierto.
Los días 13, 14 y 15 de julio se producen pequeños combates entre miembros de ambos ejércitos. El lunes 16 se produce el ataque definitivo de los cristianos. En el centro de su formación, la caballería pesada castellana y de las órdenes de caballería. En el flanco derecho, la infantería castellana (buena parte de ella formada por milicias urbanas de ciudades como Soria, Béjar, Madrid o Medina del Campo) y la caballería navarra. A la izquierda, las tropas aragonesas (los merecidamente famosos almogavares) y otros caballeros de distinto origen.
El primer ataque lo lanzan los cristianos: la caballería pesada, al mando de Diego López II de Haro, carga contra el centro del ejército almohade, donde se sitúa la infantería ligera. Los musulmanes siguen la misma táctica que en Alarcos: la infantería, tras provocar todas las bajas posibles a la caballería enemiga, retrocede, haciendo que los cristianos avancen; y entonces, la segunda línea del ejército musulmán, incluída la caballería, cae sobre ellos, causándoles grandes bajas. La segunda línea cristiana, al mando de Núñez de Lara, acude en su ayuda, pero los enemigos son demasiados, las bajas aumentan y parte de las tropas comienza a retroceder. Sólo López de Haro, acompañado de su hijo, de Núñez de Lara, de algunos fieles y de las tropas de las órdenes militares, mantienen la formación luchando ferozmente. Entonces, creyendo la batalla ganada, parte del ejército almohade rompe la formación para salir en persecución de los cristianos que se retiran. En el campamento cristiano, los tres reyes observan con preocupación cómo la batalla parece girar en contra de sus intereses. Y acontece entonces uno de esos momentos legendarios que pasan a la historia. Alfonso VIII, Sancho VII y Alfonso II se ponen al frente de todas las tropas que le quedan y se lanzan a la carga contra sus enemigos.
La llegada de las reservas cristianas con sus reyes al frente tiene un efecto devastador sobre los almohades. El empuje del ataque sobrepasa la segunda y tercera líneas musulmanas, llegando a las cercanías del campamento musulmán, situado en un altozano, donde se destaca la lujosa tienda de Miramamolín, y protegido por los imesebelen. Entre las tropas almohades cunde el desconcierto, mientras que los cristianos, espoleados por la acción de sus reyes, se lanzan con nuevos bríos al combate. La tumultuosa lucha se acerca al campamento musulmán. Los arqueros musulmanes, atrapados en la barahúnda de la pelea, no son efectivos como otras veces contra los caballeros. Y finalmente, los cristianos llegan hasta  los imesebelen, que combaten con desesperación pero acaban siendo superados. Es al rey navarro Sancho el Fuerte (así llamado por su imponente aspecto físico, ya que al parecer sobrepasaba largamente los dos metros de estatura) al frente de unos 200 de sus caballeros, al que le cabe el honor de romper la última línea defensiva del campamento. An-Nasir consigue escapar mientras en la colina tiene lugar una espantosa matanza; cuentan los cronistas que tras la batalla los caballos tenían dificultades para avanzar por ella, tal era la cantidad de cadáveres que yacían en el suelo.
Los datos sobre las bajas son poco fiables; la mayoría de las fuentes (posiblemente exagerando) hablan de 90000 musulmanes caídos, por 5000 cristianos. El botín de guerra capturado fué colosal, se conquistó una amplísima extensión de terreno y sólo una epidemia que se desató poco después puso freno al avance cristiano hacia el Sur. An-Nasir nunca se recuperó de la derrota; poco después abdicaría en su hijo Yusuf al-Mustansir (que contaba con sólo 16 años) y se retiró a Marraquech, donde murió en 1213 (se dice que envenenado). El imperio almohade entraría enseguida en decadencia, y sus territorios peninsulares acabarían desmembrados en una serie de pequeños reinos o taifas, de los que sólo Granada resistiría hasta 1492.
El renombre de Las Navas fué tal que, durante siglos, los cronistas cristianos se referían a ella sencillamente como "La Batalla", mientras que los musulmanes la llamaban la batalla de Al-Uqab o, muy gráficamente, "El Desastre".

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