Una de las obras de arte más originales y sugerentes de la historia es la colección de sesenta y nueve bustos que ocuparon los últimos años de la vida del escultor Franz Xaver Messerschmidt, extraordinariamente expresivos y modernos en su concepción.
Messerschmidt nació en 1736 en Wiesensteig, una ciudad de Baviera, pero se crió en Múnich, en casa de su tío, el escultor Johann Baptist Straub, quien fue su primer maestro. Luego, tras dos años trabajando en Graz con su otro tío, Philipp Jakob Straub, también escultor, ingresó en 1755 en la Academia de las Artes de Viena, donde completó su formación bajo la tutela de Jakob Schletterer.
No tardó en empezar a trabajar para la familia imperial, realizando sendas esculturas del emperador Francisco I y su esposa, la emperatriz María Teresa I de Austria, además de varios relieves retratando al heredero al trono, el futuro José II y su esposa Isabel de Borbón-Parma, y otros de motivo religioso. Esto le abrió las puertas para recibir encargos de las principales familias de Viena y otras personalidades destacadas, como la princesa María Teresa de Saboya.
Poco a poco, fue dejando atrás el estilo barroco y profundizando en el neoclásico, a lo que contribuyó un viaje a Italia en 1765 donde pudo estudiar con detenimiento el arte romano. De vuelta a Viena, siguió trabajando en su taller y empezó a dar clases en la Academia. Pero, al comienzo de la década de los setenta, su comportamiento se volvió errático y extraño. Siempre había sentido un gran interés por temas como el ocultismo, la alquimia o la fisiognomía (la teoría de que por la apariencia de una persona se puede conocer su carácter) pero a partir de entonces empezó a sufrir alucinaciones y a manifestar ideas paranoicas que alarmaron a sus conocidos (no hay un consenso general, pero se cree que se debía a la esquizofrenia). En 1774 intentó conseguir una plaza como catedrático en la Academia, pero no sólo no la consiguió sino que fue expulsado de la institución. El conde Kaunitz, canciller austríaco, explicaba en una carta a la emperatriz María Teresa que, pese al indudable talento de Messerschmidt, su enfermedad le hacía inadecuado para el magisterio.


Messerschmidt murió en 1783, a los 47 años, se cree que por complicaciones derivadas de la enfermedad de Crohn, dejando terminados sesenta y nueve de aquellas cabezas. En su época apenas despertaron interés; estaban demasiado lejos de los cánones que se estilaban en el arte de entonces. Hubo que esperar hasta el siglo XX para que sus esculturas fueran redescubiertas y admiradas por su audacia y modernidad, además de su exquisita técnica.
Algunos de los rostros que esculpió Messerschmidt
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