Retrato de Catalina de Erauso, pintado por Francisco Pacheco en Sevilla, en torno a 1630 |
Catalina de Erauso nació en torno a 1585 en San Sebastián, hija del capitán Miguel de Erauso, un destacado militar que sirvió a las órdenes de Felipe III. En 1589, cuando contaba cuatro años, Catalina y sus hermanas Isabel y María ingresaron en el convento dominico de San Sebastián el Antiguo, del que era priora una prima de su madre, para ser educadas como buenas y devotas mujeres cristianas. Sin embargo, Catalina, de carácter rebelde e indomable, causó tantos problemas a las monjas que acabó siendo enviada a otro convento de la ciudad, el de San Bartolomé, donde la disciplina era más estricta. No sirvió de mucho, porque Catalina siguió comportándose igual hasta que en 1600, cuando contaba quince años, logró huir tras robar las llaves del convento.
Para pasar desapercibida, Catalina decidió disfrazarse de hombre: se cortó el pelo, se vistió con ropas masculinas y se dirigió a pie a Vitoria. Tras unos meses como sirvienta de un pariente de su madre (quien no la reconoció) viajó con un arriero hasta Valladolid, residencia por aquel entonces de la corte de Felipe III, donde bajo el nombre de Fernando de Loyola entró al servicio como paje del secretario del rey, Juan de Idiáquez. En Valladolid se encontró a su padre, que andaba en su busca pero no la reconoció. Por si acaso, dejó la capital en compañía de otro arriero con el que se trasladó a Bilbao. Allí acabaría en la cárcel tras abrirle la cabeza de una pedrada a un joven con el que discutió, en el que sería el primero de los muchos encuentros que tuvo con la justicia. Tras un mes entre rejas (en el que logró no ser descubierta) se marchó a Estella, donde vivió dos años empleada como paje de un importante señor. En torno a 1603 volvió a San Sebastián, donde vivió un tiempo sin ser reconocida, ni siquiera por su familia, con la que al parecer tuvo trato frecuente. Más tarde embarcaría en un buque en Pasajes que la llevó a Sevilla y a Sanlúcar de Barrameda. Finalmente se enroló como grumete en la flota capitaneada por Luís de Fajardo y partió rumbo a América.
Es en el continente americano donde se fraguaría la leyenda de la monja alférez. Catalina llevó desde entonces una vida inquieta y llena de peripecias y sobresaltos, en buena parte debidos a su carácter colérico y pendenciero. De Venezuela, donde abandonó la flota, viajó a Panamá, donde entró al servicio de un mercader llamado Juan de Urquiza. Luego se instaló en Perú, donde cuidó las posesiones de su amo, primero en Paita y luego en Zaña. En Zaña volvió a ser encarcelada, por propinar una cuchillada en la cara a un joven con el que había discutido. Las gestiones de su amo la sacaron de la cárcel y se trasladó a Trujillo, donde estaba al cargo de una tienda. Pero el joven al que había acuchillado la siguió en busca de venganza con varios amigos; tras una violenta pelea, uno de aquellos amigos murió y Catalina acabó de nuevo en prisión, de donde la volvió a rescatar su amo, quien le facilitó luego recomendaciones y dinero para que se alejase de allí y se instalase en la capital del virreinato, Lima. Allí entro al servicio de otro destacado mercader, Diego de Solarte, quien la despidió al cabo de varios meses al descubrirla (cita textual) andándole entre las piernas a su joven cuñada. Sin trabajo ni dinero, se alistó en una compañía de soldados que se dirigía a Chile al mando del capitán Gonzalo Rodríguez. Corría el año de 1619.
En los combates contra los indios araucanos se ganó fama de gran soldado, sanguinaria y despiadada. En la capital traba buena amistad con el secretario del gobernador, que no era otro que su hermano Miguel de Erauso (quien jamás supo su verdadera identidad). Empero, tres años después es desterrada (al parecer, por un nuevo lío de faldas) a Paicabí, un presidio donde eran frecuentes las escaramuzas con los indios mapuches, a los que de nuevo combate con ferocidad. Alcanza el rango de alférez y en la batalla de Purem, al morir su capitán, toma el mando de su compañía y consigue una gran victoria; pero le es negado el ascenso a capitán por las numerosas quejas que su crueldad con los indios había provocado, lo que la vuelve si cabe más irascible y violenta de la que era. Se mezcla con frecuencia en trifulcas y duelos, mata en una pelea al auditor general de Concepción (lo que le cuesta una reclusión de seis meses en una iglesia) y en un duelo, acaba con la vida de su propio hermano Miguel, lo que la lleva de nuevo a prisión. Consigue escapar y cruza a pie los Andes hasta Tucumán (Argentina), donde promete matrimonio a dos mujeres y acaba huyendo para no casarse con ellas. En Potosí (Bolivia) se hace ayudante de un sargento mayor y vuelve a combatir a los indios, luego se dedica al comercio, mata a un hombre en Piscobamba por un asunto de juego, es condenada a muerte e indultada en el último momento, vuelve a ser encarcelada por un duelo con un marido celoso, en La Paz mata a un corregidor y es condenada a muerte, y de nuevo escapa y marcha a Cuzco (Perú), donde durante una nueva pelea por una disputa de juego mata a otro hombre y queda herida, aunque logra huir perseguida por la justicia.
Poco después es arrestada en Huancavelica, y ante el temor de ser ajusticiada, revela al obispo Carvajal su condición de mujer. Cuando un examen lo confirma la estupefacción es general. Catalina es confinada en el monasterio de San Bernardo de Lima, donde pasa dos años, hasta que en 1624 embarca de vuelta a España. El mismísimo rey Felipe IV la recibe y, admirado por sus hazañas, le otorga el permiso para mantener su nombre masculino (en realidad, a lo largo de su vida como hombre había usado entre otros los nombres de Francisco de Loyola, Antonio de Erauso, Pedro de Orive y Alonso Díaz Ramírez de Guzmán) y la confirmación de su rango militar, además de una pensión de 800 escudos. Posteriormente, el papa Urbano VIII la recibe en audiencia en Roma y le concede el permiso para seguir vistiendo ropas de hombre. La fama de la ya llamada monja alférez no hace más que crecer.
Es en esta época cuando Catalina escribe o dicta sus memorias, que serían redescubiertas a finales del siglo XVIII en Sevilla y publicadas en París en 1829. Dichas memorias abarcan su vida hasta su visita a Italia.
Sobre 1630, Catalina vuelve a embarcar en Sevilla rumbo a América, aunque esta vez hacia México, instalándose en Orizaba, cerca de Veracruz, donde trabajó como arriera hasta que murió, sobre 1650. La localización exacta de su tumba se desconoce.
Un tema a menudo discutido ha sido la sexualidad de Catalina. Mientras se hizo pasar por hombre, cortejó habitualmente a todo tipo de mujeres (lo que le valió más de un problema y varios duelos) e incluso parece que con alguna llegó más lejos que un simple flirteo. Si lo hacía como parte de su estrategia para hacerse pasar por varón o si en realidad tenía inclinaciones homosexuales, seguramente nunca se sabrá con certeza.
Le dediqué una entrada hace tiempo, pues el personaje parece más novelesco que real, y sin embargo, como tantas veces sucede. la realidad supera cualquier fantasía.
ResponderEliminarUn saludo.
Uno de los personajes más sorprendentes de la historia española. Y como suele ser habitual, poco aprovechado por estudiosos y literatos. Un saludo.
Eliminarvaya que si me dejó sorprendida y perpleja.... wao siempre he pensado que las mujeres españolas son muy orgullosas de su feminidad, pero en aquella época si contó con suerte de que no la encerraran en manicomios, ni tampoco la condenaran a la hoguera o la horca, ah y menos mal la pobre no vino a Cartagena de Indias que en ese tiempo era Cartagena de las Américas, por lo que aquí existía un gran palacio de inquisición española, en verdad una historia asombrosa y llena de indulgencias y buena suerte ....muy trágica a la vez.
ResponderEliminarOcultó su condición femenina para ser libre de hacer lo que quisiera, algo a lo que en su época sólo los hombres podían aspirar
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