Virreinato de Nueva Granada |
A finales del siglo XVIII la corona española necesitaba dinero de manera urgente. Una situación nada novedosa a lo largo de los anteriores siglos. El desbocado gasto de la corte, las múltiples guerras libradas contra las potencias europeas (y los onerosos intereses de los préstamos pedidos para sufragarlas), la carencia de un tejido productivo (que hacía que buena parte de las manufacturas debieran ser importadas) y el mantenimiento de un amplio sector improductivo en la sociedad hispana (nobles y clérigos) convertían a España en un reino altamente deficitario que para obtener recursos exprimía con tasas e impuestos a las clases bajas y a las colonias. Precisamente, en las colonias americanas reinaba el descontento por las enormes cargas impositivas que tenían que soportar y que juzgaban exageradas. Además, el hecho de que la mayor parte de los gobernantes fueran originarios de la península, y por lo tanto no demasiado sensibles hacia las reivindicaciones de los americanos, les hacía sentirse ninguneados.
Para asegurarse que impuestos y tasas se aplicaban y cobraban sin problemas, el rey Carlos III nombró en las colonias a los llamados visitadores regentes, funcionarios de alto rango que deberían hacerse cargo de la Real Hacienda. Estos funcionarios solían ser personajes autoritarios, escogidos por su lealtad a la corona más que por su preparación. Al virreinato de Nueva Granada fue enviado Juan Francisco Gutiérrez de Piñeres, quien no perdió tiempo en aplicar todo tipo de nuevas tasas e imposiciones para aumentar el caudal recaudado. Creó nuevos impuestos sobre el tabaco, el aguardiente, la sal, el juego (todos ellos, monopolios reales); resucitó el antiguo impuesto de la Armada de Barlovento (un impuesto creado siglo y medio atrás para costear el mantenimiento de la armada que defendía a las colonias de ataques de piratas y corsarios), que afectaba a productos tales como el algodón y sus tejidos, vitales para la economía del virreinato; prohibió el libre cultivo del tabaco; aumentó el impuesto sobre las ventas del 4 al 6% y prohibió el trueque de mercancías para asegurarse de que todas las transacciones lo pagaban; incluso recurrió al "gracioso donativo", un impuesto extraordinario creado a finales del siglo XVI por Felipe II y que se solicitaba cuando la Corona pasaba apuros por culpa de gastos imprevistos tales como guerras, bodas reales, la construcción del Palacio Real... Todos estos nuevos impuestos, unidos a la rapacidad y la actitud soberbia y despiadada de los recaudadores indignaron a la población creando un clima propicio para una revuelta.
Anteriormente ya había habido levantamientos contra los impuestos reales, pero ahora con este aumento la situación se torna más tensa. En 1779 y 1780 hay pequeñas revueltas en las que incluso se llega a expulsar de algunas localidades a los recaudadores. Pero la verdadera insurrección general se inicia el 16 de marzo de 1781, cuando en el pueblo de Socorro, una vendedora de tabaco llamada Manuela Beltrán, indignada al leer la notificación de las nuevas tasas que han sido fijadas en la pared de la Casa Municipal, rompe el edicto de Piñeres al grito de ¡Viva el Rey y muera el mal gobierno!¡No queremos pagar la armada de Barlovento! De inmediato, docenas de personas, en su mayor parte de las clases bajas, se unen a sus gritos. Dirigiéndose luego al ayuntamiento, obligan al alcalde a suspender la aplicación de los nuevos tributos. Pero los ánimos están lejos de calmarse. Cada vez más personas se unen al levantamiento, primero los más humildes, y luego los más acomodados, artesanos, comerciantes, y finalmente las clases pudientes. También los indios, mandados por un cacique llamado Ambrosio Pisco, se unen a los sublevados, reclamando la devolución de las tierras arrebatadas a las comunidades indígenas. Como líder, eligen a Juan Francisco Berbeo, miembro del cabildo, quien junto a Salvador Plata, Antonio Monsalve y Francisco Rosillo, forma una especie de comité llamado "El Común", de ahí que a los sublevados pase a llamárseles "comuneros".
Juan Francisco Berbeo Moreno (1739-1795) |
La noticia de la rebelión se extendió por toda Nueva Granada y docenas de voluntarios de otras poblaciones acudieron hacia Socorro para prestar su ayuda. Cuando hubo reunido una fuerza de unos 20000 hombres, Berbeo marchó sobre Santafé de Bogotá, sede de una de las cancillerías del virreinato. Un pequeño contingente de tropas que salió a su encuentro a la altura de Puente Real no pudo detenerlos. Ante el cariz que tomaba la situación, Piñeres huyó de Santafé hacia Cartagena de Indias, donde estaba el virrey Manuel Antonio Flórez, quien designó al alcalde Eustaquio Galavís, al oidor Joaquín Vasco y Vargas y al arzobispo Antonio Caballero y Góngora como negociadores para tratar de llegar a un acuerdo con los comuneros. La negociación tuvo lugar en Zipaquirá y terminó con la aceptación por parte de los negociadores del virrey de las exigencias de los comuneros, que incluían la abolición de los impuestos considerados abusivos y la reducción de otros, la expulsión de Piñeres, la amnistía general para los comuneros y sus seguidores, la concesión de derechos a los indios y la preferencia de los americanos en determinados empleos y puestos. Después de que las llamadas Capitulaciones de Zipaquirá, firmadas el 7 de junio, fueran aprobadas por la Real Audiencia de Santafé, la mayoría de los comuneros depuso las armas y volvió a sus lugares de origen y sus quehaceres habituales.
Sin embargo, algunos de los participantes desconfiaron de la rapidez y la facilidad con que sus peticiones habían sido aceptadas, manteniéndose alerta. Y con razón. Una vez hubo tenido tiempo para organizar el regimiento de Cartagena, el virrey Flórez declaró que no reconocía el valor de las Capitulaciones, alegando que habían sido firmadas bajo amenazas, y envió al ejército a Santafé para restablecer la situación previa al levantamiento. Hubo una durísima represión, sobre todo de los comuneros más humildes; por regla general, los criollos ricos que habían participado se libraron sin castigo. Muchos campesinos y gente sencilla fueron apresados; a unos se los encarceló, otros fueron desterrados a Panamá y a otros se los azotó públicamente. También Berbeo fue arrestado y sometido a juicio, pero finalmente fue absuelto.
José Antonio Galán (1749-1782) |
La rebelión, sin embargo, continuó en la figura de José Antonio Galán, un humilde cultivador de tabaco de ascendencia mestiza, quien desde un primer momento había desconfiado de las intenciones del virrey y había seguido al frente de una partida de 400 o 500 hombres, muchos de ellos mestizos e indios, que avanzaba bajo el lema "Unión de los oprimidos contra los opresores". Con ellos siguió merodeando por la región, tomando medidas tan insólitas como liberar esclavos y reclamar tierras para los indios, hasta su captura el 12 de octubre de 1781. Juzgado en compañía de sus camaradas Lorenzo Alcantuz, Isidro Molina y Manuel Ortiz, fueron sentenciados a muerte, recibiendo un castigo especialmente cruel para que sirviera de escarmiento. Los cuatro fueron ahorcados en Bogotá el 1 de febrero de 1782. Sus cuerpos fueron luego descuartizados y sus fragmentos, exhibidos en distintas localidades para que sirvieran de advertencia; sus descendientes fueron declarados infames, sus bienes fueron confiscados, y sus casas destruidas y bañadas con sal. Después de eso, hubo pequeños conatos de rebelión en distintos puntos del virreinato, pero de escasa entidad.
Muchos ven en esta revuelta uno de los primeros antecedentes de la independencia de las colonias americanas. La idea del pueblo levantándose contra las autoridades, harto de injusticias y arbitrariedades, es la misma que se puede rastrear en el origen de otros sucesos contemporáneos como la independencia de las colonias norteamericanas o la Revolución Francesa.