|
La "momia que grita" |
En 1881 tuvo lugar uno de los descubrimientos más espectaculares de la historia de la Egiptología. La aparición de varias piezas inusuales y de gran valor histórico en el mercado negro de antigüedades había despertado el interés de las autoridades egipcias, que emprendieron una serie de investigaciones que llevaron hasta una familia de pastores, los Abd el-Rasul, que aparentemente habían sido los vendedores originales de las reliquias. Una vez arrestados e interrogados, los dos hermanos Abd el-Rasul confesaron que una década antes, en torno a 1871, habían descubierto por pura casualidad una tumba desconocida en el complejo funerario de Deir el-Bahari, cerca de Luxor, después de que una de sus cabras cayera accidentalmente por el pasadizo que llevaba al sepulcro. Desde entonces habían ido vendiendo de manera discreta algunos de los objetos que había en la tumba, poco a poco para no llamar la atención.
El 6 de junio de 1881 un grupo de policías y funcionarios del Servicio Egipcio de Antigüedades, encabezados por el egiptólogo alemán Émile Brugsch (el entonces director del Servicio, el francés Gaston Maspero, estaba de vacaciones) llegó a la tumba para inspeccionarla. Brugsch fue el primero en descender; se accedía a través de una entrada escondida entre rocas, por un pasillo casi vertical de unos 13 metros. Cuando pudo examinar el contenido del enterramiento, su sorpresa fue de órdago.
En la tumba, conocida hoy como la DB320, había una cincuentena de momias de las Dinastías XVII a la XXI. Varias eran de faraones, algunos tan célebres como Seti I, Ramsés II y III o Tutmosis III, además de varias reinas, príncipes y princesas, y nobles, y buena parte de sus ajuares funerarios. El motivo de que tantas momias de tan diferente procedencia estuvieran juntas en la misma tumba era un misterio para Brugsch. Según se sabría gracias a posteriores investigaciones, la tumba había pertenecido originariamente a un sumo sacerdote de Amón llamado Pinedyem II, muerto en el siglo X antes de Cristo, y a su familia. En algún momento de la Dinastía XXI, un grupo de sacerdotes habían trasladado en secreto las momias desde sus tumbas para protegerlas de los numerosos saqueadores que entonces abundaban en Egipto, y luego la entrada de la tumba había quedado, accidentalmente o no, cubierta de arena y escombros, lo que la había mantenido oculta durante casi tres mil años.
|
Entrada a la tumba DB320 |
La labor de Brugsch en la tumba no fue todo lo cuidadosa que cabría esperar de un experto arqueólogo. Acuciado por las prisas para poner a salvo aquellos tesoros, ordenó su inmediato traslado al Museo Egipcio, embrión de lo que más tarde se convertiría en el célebre Museo Egipcio de El Cairo. El traslado se llevó a cabo en apenas 48 horas, y Brugsch no tomó fotografías ni notas sobre la disposición de la tumba, ni catalogó los objetos, lo que provocó la pérdida de mucha información relevante. Además, debido a las prisas, en la tumba quedaron olvidados pequeños objetos, así como fragmentos de los ataúdes (que serían hallados en posteriores exámenes), y varios de los objetos acabaron dañados durante el traslado.
Una de aquellas momias llamó poderosamente la atención del arqueólogo alemán. Correspondía a un hombre joven, de veinte o veinticinco años de edad, carecía de inscripciones o detalles que ayudaran a identificarla, pero parecía haber recibido un tratamiento muy inusual. No habían seguido con ella los rituales comunes de la momificación; no le habían extraído los órganos internos ni la habían embalsamado con ungüentos y esencias, simplemente, la habían sometido a un baño con sales de natrón y le habían colocado algo de resina en la boca. Además, estaba envuelta en pieles de oveja (un animal considerado impuro), sus brazos y piernas estaban atados fuertemente con correas de cuero, en el cuello tenía evidentes marcas de ligaduras, como si hubiera muerto ahorcado o estrangulado, y sobre ella habían escrito terribles maldiciones. Pero lo que más impresionó a Brugsch fue la terrible expresión de dolor y agonía del rostro de la momia, que los tres mil años pasados no habían conseguido borrar.
Brugsch siguió investigando pero no pudo averiguar nada más. La momia del llamado Individuo E acabó guardada en un rincón del Museo durante años, ensombrecida por la fama de las otras momias del yacimiento de Deir-el-Bahari. Hasta que años más tarde fue "redescubierta" y volvió a despertar el interés de los investigadores, que de nuevo trataron de esclarecer la identidad de la momia y las circunstancias de su particular enterramiento. Y entonces a alguien se le ocurrió que podía tratarse del príncipe Pentaur.
Según cuentan diversos documentos como el Papiro de Turín, hacia el final de su largo y fructífero reinado Ramsés III fue víctima de una conspiración urdida por una de sus esposas, la reina Tiyi. Los cuatro hijos mayores del faraón habían muerto, y Ramsés III había empezado a mostrar cierta preferencia como heredero hacia su quinto hijo, Ramsés Heqamaatra (que acabaría subiendo al trono como Ramsés IV). Esto no gustaba a Tiyi, que ansiaba ver a su hijo, el príncipe Pentaur, en el trono. Así que Tiyi organizó una conspiración para asesinar a Ramsés y convertir a Pentaur en el nuevo faraón. Una conspiración de la que formaban parte, además de Tiyi y Pentaur, otras dos de las esposas de Ramsés III, así como sacerdotes, militares y altos funcionarios. Sin embargo, los conspiradores fueron descubiertos, apresados y sometidos a juicio. Un juicio que inició Ramsés III pero concluyó su sucesor, ya que el faraón murió durante el proceso (aparentemente, asesinado por miembros de esta conspiración o de otra; al ser examinada, su momia reveló numerosas puñaladas y señales de haber sido degollado).
Unos 40 conspiradores, todos ellos del entorno del faraón, fueron juzgados por un tribunal especial con plenos poderes. Treinta y dos de ellos fueron condenados a muerte y ejecutados. Otros seis fueron obligados a suicidarse en público. Sus cuerpos fueron luego cremados, lo que según las creencias egipcias les impedía alcanzar la vida eterna. El destino de Tiyi se desconoce; no se la vuelve a mencionar y se cree que pudo haberse suicidado tras el fracaso del complot. En cuanto a Pentaur, según se desprende del Papiro, se le condenó también a suicidarse en privado. No solo eso; también fue condenado al olvido, porque, según se deduce del Papiro de Turín, Pentaur no era su verdadero nombre, solo un pseudónimo para hacer que su nombre real no pasara a la historia. De hecho, se conocen inscripciones de la época donde se han borrado cuidadosamente los nombres de Pentaur y de su madre, Tiyi.
¿Era de verdad Pentaur la misteriosa "momia que grita" hallada, irónicamente, compartiendo sepultura con su padre Ramsés III, al que había conspirado para asesinar? Muchos egiptólogos así lo sospecharon durante años, hasta que el avance de la tecnología permitió que la momia fuera sometida a nuevas pruebas. En 2012 el célebre egiptólogo Zahi Hawass decidió someter a la misterios momia a una prueba de ADN y compararlo con el de Ramsés III. Los resultados del estudio, publicados en el prestigioso
British Medical Journal, fueron concluyentes: fuera de toda duda, el Individuo E era hijo de Ramsés III. Y de entre toda su vasta progenie, solo uno podía haberse hecho acreedor de un castigo tan singular: Pentaur, el ambicioso príncipe que había conspirado contra su propio padre.
¿Por qué su momia había sufrido un tratamiento tan poco habitual? Probablemente, como una forma de extender su castigo más allá de este mundo, hasta la otra vida. Sin ser momificado de manera correcta, y borrando su nombre, se le impedía renacer en la otra vida y se condenaba a su alma a errar eternamente por el Duat o inframundo, un terrible castigo para uno de los peores delitos que podían imaginar los egipcios. Curiosamente, los esfuerzos que se tomaron para borrar de la historia a Pentaur tuvieron el efecto contrario, y hoy en día, aunque desconozcamos su verdadero nombre, lo seguimos recordando.