Retrato del Duque de Wellington (Francisco de Goya, 1812) |
Francisco de Goya pintó su célebre Retrato del duque de Wellington en 1812, coincidiendo con la entrada del militar británico en Madrid al frente de sus tropas, tras haber derrotado a los franceses en Arapiles. El retrato, pintado al óleo sobre una tabla de caoba, muestra al duque de medio cuerpo, con su uniforme cargado de medallas, y fue un encargo privado del propio Wellington, quien llegó a posar para el pintor. El propio Goya retocó en 1814 el cuadro, a petición de Wellington, para añadirle varias condecoraciones que el general había recibido en esos dos años por sus méritos combatiendo a las tropas de Napoleón. Goya también hizo un retrato a tiza del duque, que a día de hoy se encuentra en el Museo Británico, y un Retrato ecuestre del duque de Wellington, de gran tamaño, que se conserva en Apsley House, la residencia londinense de los duques de Wellington. Un estudio de este Retrato ecuestre con rayos X llevado a cabo en 1960 reveló que Goya había pintado el rostro de Wellington sobre un cuerpo pintado con anterioridad, y que se cree que correspondía al político Manuel Godoy o bien al rey José I Bonaparte.
El cuadro permaneció en poder de Wellington hasta su muerte en 1852. Después de eso, pasó a manos de Louisa Catherine Caton, cuñada de su hermano mayor Richard, marqués de Wellesley (casado con la hermana de Louisa, Marianne), viuda de Felton Hervey-Bathurst, hombre de confianza y amigo personal de Wellington (hasta el punto de que el duque había sido uno de los testigos de su boda) y entonces casada en segundas nupcias con Francis D'Arcy-Osborne, 7º duque de Leeds. El cuadro perteneció durante más de un siglo a los duques de Leeds hasta que en 1961 John Francis Osborne, 11º duque, reconocido manirroto, decidió venderlo para saldar algunas de sus muchas deudas. La subasta tuvo lugar en la célebre casa Sotheby's y el cuadro acabó siendo adjudicado al magnate petrolero y coleccionista de arte norteamericano Charles Wrightsman por la elevadísima suma de 140000 libras. Wrightsman no tuvo problema en anunciar que su intención era llevarse el cuadro a EEUU para donarlo al célebre Museo Metropolitano de Arte de Nueva York.
Este anuncio provocó una conmoción entre los británicos. La idea de que una de sus obras de arte más notorias estuviese a punto de salir del país, probablemente para siempre, causó un enorme revuelo y numerosas peticiones se elevaron para que el gobierno impidiera la marcha de una obra de tanta importancia artística e histórica. Ante tantas presiones, Wrightsman accedió a vender la obra por la misma suma que había pagado. Finalmente, una organización benéfica, la Wolfson Foundation, aportó cien mil libras mientras el gobierno británico ponía las otras 40000, y el cuadro acabó yendo a parar a la National Gallery de Londres, donde se exhibió desde el 2 de agosto de 1961. Y justo diecinueve días después, el 21 de agosto... el cuadro era robado.
Los británicos se levantaron aquel día con la noticia del robo en todos los medios. El cuadro se había literalmente desvanecido sin dejar rastro; el ladrón había logrando eludir el sofisticado sistema de seguridad de la National Gallery sin dejar huellas, indicios ni testigos. Fue un golpe tan limpio que la policía de inmediato pensó que era obra de algún experto ladrón de arte. Tratándose de un cuadro tan famoso, que en modo alguno podía ser vendido de forma convencional, se manejaron dos opciones: que se tratara de un robo por encargo, por orden de algún coleccionista caprichoso que quería poseer el retrato aun cuando no pudiera enseñárselo a nadie; o bien que los autores solicitasen un rescate por su devolución.
Se inició, por supuesto, una operación de búsqueda a gran escala. Se interrogó a numerosos sospechosos, se escudriñó el mercado ilegal de arte, se dio aviso a la Interpol por si el cuadro ya había salido de Gran Bretaña, se ofreció una recompensa de 5000 £ e incluso el director de la National Gallery, abochornado, renunció a su puesto. Pero todo fue inútil. No se encontró ni el más mínimo indicio sólido del paradero del cuadro. Mientras, en la agencia de noticias Reuters se había recibido una carta de alguien que decía ser el ladrón del cuadro y que pedía por su devolución la cantidad de 140000 libras (la misma cantidad que se había pagado por él) para obras de caridad y la amnistía para el ladrón. Nadie tomó demasiado en serio esta petición, por más que el anónimo remitente enviase más cartas a aquel y a otros destinatarios, reiterando su ofrecimiento y señalando que su intención era emplear el dinero en pagar las licencias de televisión (el impuesto obligatorio que pagan todos los habitantes del Reino Unido que poseen una televisión, y que se dedica a financiar la BBC) de "los ancianos y los pobres olvidados por una sociedad opulenta", y que su intención era "recaudar dinero de los bolsillos de los que aman más el arte que la caridad".
007 contra el Doctor No (1962) |
La investigación policial acabó en un punto muerto. Sin ningún indicio del paradero del cuadro, su destino acabó siendo parte de la cultura popular. Un ejemplo de ello es la película 007 contra el Doctor No (1962), la primera de la saga Bond, que incluye un divertido guiño al caso: James Bond se infiltra en la guarida secreta de su enemigo, el villano Doctor Julius No, y allí aparece el retrato de Wellington, sobre un caballete, Bond lo mira durante un momento y murmura irónicamente "Así que aquí estaba".
Así hasta que en mayo de 1965 el periódico sensacionalista Daily Mirror recibía un mensaje anónimo que indicaba que el cuadro desaparecido se encontraba en el interior de una taquilla de la estación de tren de New Street, en Birmingham. La policía acudió al lugar y, efectivamente, allí estaba el cuadro, sin su marco, pero en un aparente buen estado de conservación. Tras un breve estudio que confirmó que se trataba del cuadro original y no de una copia, fue devuelto a la National Gallery, de donde no ha vuelto a salir.
Esto no hizo más que añadir nuevos interrogantes al caso. ¿Por qué habían devuelto el cuadro de repente, después de casi cuatro años? ¿Por qué, si no habían conseguido nada a cambio? La investigación se reactivó pero de nuevo los policías se encontraron sin pistas que seguir. Hasta que dos meses después de la aparición del Goya, un hombre llamado Kempton Bunton se entregaba en una comisaría de Londres afirmando haber sido el autor del robo.
Kempton Bunton era justo lo opuesto que esperaba encontrar la Policía. En lugar del sofisticado ladrón de arte que habían imaginado, Bunton era un conductor de autobuses retirado de 61 años, miope, con sobrepeso y numerosos achaques, y que vivía con su esposa cobrando una pequeña pensión. Tan diferente era de lo que esperaban, que en un primer momento no lo creyeron, y lo tomaron por un chiflado que buscaba notoriedad. Solo después de los detalles que Bunton les dio en su declaración, muchos de los cuales no se habían hecho públicos, se convencieron de que, efectivamente, había sido él el autor del robo.
Kempton Cannon Bunton (1904-1976) |
Bunton era un hombre testarudo y cabezota, siempre dispuesto a defender sus ideas a cualquier coste; a lo largo de su vida, había sido despedido en varias ocasiones por sus discusiones con sus jefes o compañeros de trabajo, empeñado en hacer prevalecer sus puntos de vista. Precisamente, el pago de la licencia de televisión era una de sus grandes obsesiones. Bunton lo consideraba un impuesto injusto y arbitrario, y se había negado a pagarlo durante años; eso le había costado varias multas e incluso pasar 13 días en la cárcel, lo que había aumentado aún más su resentimiento contra el gobierno. Por eso, cuando supo lo que ese gobierno había gastado en el cuadro, mientras seguía cobrando la licencia de televisión a personas como él, que a duras penas llegaba a fin de mes con su exigua pensión, se enfureció de tal manera, que decidió que era hora de mostrar de alguna manera esa indignación. Y fue entonces cuando germinó en su mente la idea de robar el retrato.
El robo en si había sido ridículamente sencillo. Charlando con uno de los vigilantes de la National Gallery, este, confiado por el aspecto inofensivo de Bunton, le había contado con una monstruosa ingenuidad que cada mañana, a primera hora, el complejo sistema de alarma del museo se desconectaba por completo para que las mujeres de la limpieza pudieran trabajar con libertad. A Bunton le bastó con dejar entreabierta la ventada de uno de los baños y, a la mañana siguiente, con las alarmas apagadas, se coló por ella y se llevó el cuadro tranquilamente, sin que nadie le viera. Durante cuatro años, mientras todo el país se preguntaba donde estaba el retrato de Wellington, el cuadro había permanecido en el dormitorio de Bunton, escondido detrás de un armario para que su mujer no lo viese.
¿Por qué había decidido devolverlo? Porque después de cuatro años se había dado cuenta de que no iba a obtener lo que quería y estaba harto de vivir con miedo a ser descubierto. No obstante, unas semanas más tarde, tras haber bebido demasiado en un pub, había hablado demasiado y, temiendo ser delatado, había decidido entregarse. En ningún momento se mostró arrepentido de lo que había hecho, e incluso durante su declaración bromeó diciendo que si no hubiese devuelto el cuadro los agentes no lo habrían encontrado "ni en 800 años".
El juicio de Kempton Bunton se celebró poco después, levantando gran expectación. Aquel anciano gruñón y cascarrabias, al que la prensa había apodado el nuevo Robin Hood, se había ganado la simpatía de los británicos que, si bien no justificaban sus actos, si comprendían sus motivaciones. La defensa de Bunton fue llevada de manera desinteresada por Jeremy Hutchinson, un reconocido abogado de la época, quien consiguió que el jurado desestimara la mayoría de los cargos contra él, incluido el principal, el del robo del cuadro, alegando que Bunton nunca había querido quedarse con la pintura ni obtener un beneficio económico (esta resolución obligó a cambiar las leyes sobre robo de Inglaterra y Gales, pasando a considerarse delito el retirar sin permiso un objeto expuesto en un edificio público). Al final Bunton fue condenado a tres meses de cárcel por el robo... del marco del cuadro, que no había sido devuelto. Cumplió su pena y regresó a su vida anónima hasta su muerte en 1976.
Hubo quien puso en duda que Kempton Bunton hubiese sido el autor material del robo. Dadas sus condiciones físicas, su edad, sus problemas de salud y su notorio sobrepeso (medía 1'82 metros y pesaba más de 110 kilos) a algunos les pareció poco menos que imposible que se las hubiera arreglado para trepar hasta la ventana por la que el ladrón entró en el museo, por lo que pensaron que había tenido un cómplice que habría sido el verdadero autor del robo. Las sospechas se dirigieron hacia los dos hijos de Bunton, John y Kenneth. En 2012 se hizo público un informe oficial según el cual John Bunton habría confesado ser el autor del robo en 1969, tras ser detenido por un delito menor. No obstante, la Fiscalía consideró que John no era un testigo fiable y que su declaración no era prueba suficiente para reabrir el caso, por lo que no se tomó ninguna medida.
La realidad supera siempre a la fantasía mas desbocada. este caso y el asalto al tren-correo de Glasgow son dignos del top-ten de los robos.
ResponderEliminarGracias por una entrada tan minuciosa e interesante.
Sin duda, un robo único en muchos aspectos.
EliminarGracias a ti por dejarte caer por este blog donde siempre eres bienvenido, Rodericus. Un abrazo.