Verba volant, scripta manent

martes, 24 de diciembre de 2013

Owney, el perro viajero


Aquella lluviosa noche del invierno de 1888, los empleados de la oficina de correos de Albany (Nueva York) tuvieron una visita inesperada. Buscando refugio del desapacible clima, un cachorro callejero se coló en la oficina aprovechando que alguien, en un descuido, se había dejado la puerta abierta, y tras inspeccionar el lugar, no tardó en quedarse dormido en medio de un montón de sacas de correo. Lo cierto es que el perrito encandiló a los trabajadores del servicio postal, quienes lo adoptaron de inmediato como mascota. Cuando días después el supervisor de la oficina descubrió al animal, los empleados le dijeron que era propiedad de uno de ellos, llamado Owen. Aquel terrier mestizo resultaba irresistiblemente encantador, lo que unido a las súplicas de los empleados, hizo que el supervisor hiciera la vista gorda y permitiera que se quedara, aunque ello fuera en contra de las normas. Como oficialmente era el perro de Owen, sus cuidadores empezaron a llamarlo Owney.
La afición de Owney por dormir sobre las sacas del correo fue el origen de sus aventuras viajeras. A menudo el perro seguía las sacas que eran transportadas hasta los vagones postales. Y un buen día, se montó en uno de ellos y se fue con el correo. Pero no tardó en subirse a un tren que lo llevó de vuelta a Albany. A finales del siglo XIX, Albany era un centro estratégico de la red ferroviaria neoyorquina y de toda la costa Este, con lo que el tráfico de trenes era constante, y tarde o temprano, Owney siempre encontraba alguno que lo llevaba de vuelta a casa. De ese modo, a bordo de los vagones postales, Owney comenzó a viajar. Primero por la costa Este, y luego cada vez más lejos. Sus ausencias eran cada vez mas prolongadas, por lo que los empleados de Albany le compraron un collar con una chapa metálica que ponía "Owney. Oficina de Correos, Albany, Nueva York", para que de este modo siempre se supiera a donde tenía que ser enviado. Los empleados de correos de todo el país pronto empezaron a conocerlo y a tomarle cariño. Owney se tomaba muy a pecho su pertenencia al servicio de Correos; vigilaba celosamente las sacas de correo, impidiendo que nadie salvo los funcionarios de correos se acercase a ellas. En una ocasión, una de las sacas se cayó del carro de reparto y Owney permaneció custodiándola hasta que los carteros, al darse cuenta del extravío de la saca y de Owney, volvieron a buscarlos.
No todas las personas con las que se tropezó en sus viajes eran tan amables, claro. Una vez que su vagabundeo le llevó hasta Montreal (Canadá), un jefe de correos poco amistoso lo metió en una perrera, de donde sólo pudo salir cuando sus cuidadores de Albany aceptaron pagar 2'5 $ en concepto de manutención. Pero por lo general, los trabajadores de correos le tenían un gran aprecio, por la lealtad con la que custodiaba el correo, por lo amistoso que se mostraba siempre con los empleados postales y porque decían que traía suerte; ninguno de los trenes en los que viajaba sufrió jamás un accidente, avería o asalto.
Owney recorría alegremente el país de cabo a rabo, y cada vez que retornaba a Albany lo hacía con su collar literalmente lleno de medallas y placas que le regalaban allí por donde iba, para que se supiera por qué oficinas postales había pasado. Hasta 1017 medallas, placas, etiquetas y otros recordatorios llegó a acumular a lo largo de su vida, y en ocasiones eran tantas que le pusieron un chaleco para poder cargar con todas.
Llegó un momento en el que Norteamérica se le quedó pequeña y salió a ver mundo. En 1895 consiguió la hazaña de dar la vuelta al mundo, siempre siguiendo el rastro de las sacas de correo; el 19 de agosto, partió de Tacoma (Washington) a bordo de un barco de vapor rumbo al Lejano Oriente. En Japón fue recibido y condecorado por el Emperador en persona. Luego cruzó Asia, Oriente Medio, el norte de África y Europa, antes de volver a Nueva York el 23 de diciembre (y de allí, de nuevo a Albany). A estas alturas, Owney ya era un personaje célebre en Norteamérica, y los periódicos daban cumplida cuenta de sus viajes y aventuras, hasta el punto de que en 1893 había sido nombrado por John Wanamaker, director general del Servicio Postal norteamericano como "Mascota oficial del servicio postal de ferrocarriles". Se calcula que en sus casi diez años de "servicio" recorrió unas 140000 millas.
Owney murió a los 10 años, el 11 de junio de 1897, en Toledo (Ohio), sacrificado de un disparo. Se dijo que se había vuelto agresivo, que había atacado a un empleado y por eso acabaron con él. Muchos negaron esa versión, y dijeron que había sido ejecutado por orden del director de la oficina de correos local. Se dijo que altos cargos del servicio postal estaban molestos con la fama del perro y habían prohibido que volviera a viajar en sus trenes. Los empleados despidieron a su mascota con grandes muestras de pesar. Algunos lo interpretan como una manera de hacer públicas las tiranteces existentes entre los trabajadores y la dirección del servicio por motivos laborales. Sea como fuera, los trabajadores de correos de todo el país no quisieron que Owney fuera enterrado y lo hicieron disecar para ser expuesto en la sede del Departamento de Correos en Washington, junto a las numerosas distinciones que había cosechado en vida. Posteriormente, en 1911 fue enviado al Museo Smithsonian y hoy en día sus restos se encuentran en el Museo Nacional de Correos (Washington D.C.)
En 2011, el Servicio Postal norteamericano le dedicó un sello de correos
 
 
 
 
Gleðileg jól til allra
 

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