Verba volant, scripta manent

miércoles, 27 de junio de 2018

La Revuelta de Santa Escolástica


Uno de los más notables acontecimientos de la historia de la ciudad de Oxford y de su famosa Universidad tuvo su origen en un suceso tan prosaico como una vulgar riña de taberna. Me refiero a la conocida como Revuelta o Motín de Santa Escolástica.

Todo comenzó la noche del jueves 10 de febrero (día de Santa Escolástica) de 1355, en la Swindlestock Tavern, una taberna situada en el cruce de las calles de St Aldate's y Queen Street, y frecuentada por estudiantes de la Universidad. Allí, dos de esos estudiantes, llamados Walter Spryngeheuse y Roger de Chesterfield, se quejaron al tabernero, John Croidon, de la mala calidad del vino que les habían servido. Las quejas derivaron en una fuerte discusión en la que se cruzaron palabras soeces e insultos y que acabó con los estudiantes arrojando sus bebidas a la cara de Croidon y agrediéndole. Lo sucedido despertó la indignación entre los habitantes de la ciudad y en las horas siguientes se produjeron varios enfrentamientos armados entre autóctonos y estudiantes. En realidad, el incidente sólo había agudizado los resentimientos preexistentes entre universitarios y civiles. Los estudiantes se quejaban de los altos precios que tenían que pagar por el alojamiento, la comida y la bebida, mayores que los aplicados a los ciudadanos corrientes, y en general por el escaso aprecio que hacia ellos mostraban los de la ciudad. Por su parte, a los habitantes de Oxford no les gustaba que la Universidad tuviera cortes de justicia exclusivas para sus miembros, ni los privilegios eclesiásticos de los que gozaban (la mayoría de los alumnos encaminaban sus pasos a la carrera religiosa), ni en general la mala conducta de una parte importante de los estudiantes.


John de Beresford, alcalde de Oxford, se dirigió entonces al rector de la universidad, Humphrey de Cherlton, pidiendo su colaboración para arrestar a Spryngeheuse y de Chesterfield, sin conseguirlo. Es mas, una muchedumbre de al menos 200 estudiantes se reunió para defender a sus compañeros, llegando incluso a atacar al alcalde y a sus acompañantes. Al saberse en la ciudad, la tensión se elevó hasta un punto insostenible. Habitantes de la ciudad y otros llegados de las localidades circundantes, agitando banderas negras y al grito de Havock! Havock! Smyte fast, give gode knocks! (que traducido viene a ser algo así como ¡Al ataque!¡Al ataque! ¡Matad rápido, dad buenos golpes!) salieron en busca de los estudiantes, los cuales a su vez habían organizado sus propias huestes. Estudiantes y ciudadanos se enfrentaban allí donde se encontraban en unas refriegas que continuaron a lo largo de tres días, y durante las cuales los habitantes de Oxford llegaron a asaltar las salas de la Universidad. Cuando por fin las autoridades lograron detener las luchas y restaurar la paz en la ciudad, los muertos se contaban por decenas: 63 estudiantes y al menos 30 ciudadanos.

Tras la revuelta, el alcalde y la ciudad fueron declarados responsables. Un edicto promulgado por el rey Eduardo III ordenaba que, como compensación, cada 10 de febrero el alcalde de Oxford y sus concejales debían asistir a misa tras caminar con la cabeza descubierta por las calles de la ciudad, y luego jurar reconocimiento a los privilegios de la Universidad y pagar a ésta una multa de 63 peniques, uno por cada estudiante muerto. La costumbre se mantuvo casi quinientos años, hasta que en 1825 el entonces alcalde de Oxford, William Slatter, rechazó seguir participando en ella. Finalmente, el 10 de febrero de 1955, al cumplirse 600 años de la algarada, se puso fin de manera oficial a la pelea: el Parlamento británico derogó el edicto de Eduardo III, mientras el alcalde de Oxford recibía un doctorado honorífico por parte de la Universidad, y él a su vez otorgaba las llaves de la ciudad a su rector.


La Swindlestock Tavern, epicentro de los disturbios, se mantuvo abierta hasta el año 1709. Hoy, en el lugar que solía ocupar se halla una sucursal del Banco Santander.

domingo, 10 de junio de 2018

El desastre de Texas City



La mañana del 16 de abril de 1947 parecía ser un día corriente en el puerto de la ciudad de Texas City. La gente se afanaba en sus trabajos sin sospechar la tragedia que se avecinaba.

Texas City es una ciudad industrial en la costa de la Bahía de Galveston, fundada a finales del siglo XIX sobre un pequeño asentamiento preexistente llamado Shoal Point. Las excelentes condiciones de su puerto fueron la base de su prosperidad, fundamentada en la existencia de varias refinerías de petróleo que exportaban sus productos por vía marítima. Golpeada como otras tantas ciudades por la Depresión de 1929, en los años 40 la ciudad se había recuperado y vuelto a la senda del progreso, gracias una vez mas a la actividad de su puerto (considerado por entonces el cuarto más importante de Texas, después de los de Houston, Beaumont y Port Arthur) y las empresas situadas en sus proximidades, fundamentalmente químicas y petroleras.


Aquella mañana de 1947 uno de los buques que se encontraba en el puerto cargando mercancía era el mercante francés Grandcamp. Se trataba de un carguero de clase Liberty, botado en Los Angeles en 1942 con el nombre de SS Benjamin R. Curtis y que había tomado parte en la guerra del Pacífico. Una vez terminado el conflicto, el barco había pasado a la reserva antes de que el gobierno norteamericano lo cediese a la naviera francesa Compagnie Générale Transatlantique como parte de la ayuda para la reconstrucción de Europa tras la guerra. Había embarcado, entre otros artículos, munición para armas cortas, maquinaria y fardos de hilo de sisal, pero la parte principal de su carga eran unas 2200 toneladas de nitrato amónico, un compuesto muy utilizado como fertilizante, pero que en determinadas condiciones es también un potente explosivo. Algunos puertos se negaban a permitir que dicha sustancia fuera embarcada en sus instalaciones; de hecho, el buque francés había llegado a Texas City procedente de Houston, donde la autoridad portuaria no permitía la carga de nitrato amónico.

El nitrato que había embarcado el Grandcamp procedía de fábricas de Iowa y Nebraska y había sido transportado en tren hasta la ciudad, envasado en sacos de papel y mezclado con sustancias como resinas, vaselina, parafina o arcillas, para que el nitrato no se compactara a causa de la humedad. Hubo quien opinó a posteriori que las condiciones de transporte del nitrato no habían sido las más adecuadas, y algunos de los estibadores que cargaron el nitrato recordaron más tarde que los sacos estaban calientes al tacto, lo que indicaría que algún tipo de reacción química se estaba produciendo ya en ellos.


A eso de las ocho de la mañana del 16 de abril, se vio salir humo de la bodega del Grandchamp. Durante una hora, sus tripulantes trataron sin éxito de sofocar las llamas. Nunca se supo el origen del fuego; hay quien dice que pudo ser la colilla de un cigarrillo olvidada la noche anterior durante las labores de carga, o que pudo ser por el propio calor generado por la reacción del nitrato amónico. Sea como fuese, a eso de las nueve de la mañana, visto que sus hombres no eran capaces de sofocar el fuego, el capitán del barco decidió inundar la bodega con vapor. Este sistema, empleado para extinguir fuegos sin dañar la carga, no resultó efectivo en este caso; muy al contrario, al parecer contribuyó al fatal desenlace, ya que el vapor pudo haber facilitado la reacción del nitrato, generando óxido nitroso. Muy pronto, de la bodega del Grandchamp comenzaron a salir oleadas de humo naranja, color típico de los vapores nitrosos, a la vez que la temperatura aumentaba tanto que el agua alrededor del buque francés comenzaba literalmente a hervir. Un grupo de curiosos, situados a lo que ellos creían una distancia prudencial, observaban el incendio y los intentos por sofocarlo.

Y a las 9.12 de la mañana, se produjo la catástrofe. El nitrato amónico alcanzó un punto crítico debido al calor y a la presión, y el barco saltó por los aires con una descomunal explosión. El brutal estallido arrasó cerca de un millar de edificios en tierra, entre ellos la planta química de la empresa Monsanto (donde murieron más de 200 personas), incendiando depósitos de combustible y de productos químicos de otras industrias. La onda expansiva hizo caer al suelo a algunas personas en Galveston (a 16 kilómetros de Texas City) e incluso derribó dos pequeños aviones  que volaban en las cercanías del puerto, cuyas alas fueron literalmente arrancadas en pleno vuelo. El estallido se sintió incluso en Louisiana, a 400 kilómetros. Miles de toneladas de metal, convertidas en una letal metralla, cayeron sobre la ciudad, multiplicando los daños. Una de las anclas del Grandchamp, de dos toneladas de peso, fue lanzada a casi tres kilómetros tierra adentro.


La ciudad había quedado devastada. Docenas de incendios se extendían por ella, algunos de los cuales no fueron extinguidos hasta una semana después. Un barco anclado a unos cientos de metros del Grandchamp, el SS High Flyer, cargado a su vez con 800 toneladas de nitrato amónico y 1800 de azufre, se incendió y pese a los intentos por apagarlo, hizo explosión quince horas después, provocando otros dos muertos y nuevos daños. Las cifras oficiales hablan de 581 muertos y más de 5000 heridos, de los cuales 1784 necesitaron atención hospitalaria. De los muertos, 405 pudieron ser identificados, otros 63 fueron enterrados sin saberse sus nombres en un memorial construido ex-profeso, y otros 113 fueron declarados desaparecidos pero no se hallaron restos. Entre los fallecidos estaban todos los tripulantes del Grandchamp que permanecían a bordo, y 27 de los 28 miembros del Departamento de Bomberos Voluntarios de Texas City, que habían acudido para sofocar el incendio del buque (solo se salvó uno que aquella mañana no pudo ser localizado). Muchos opinan que el número de víctimas fue subestimado por las autoridades, y que pudo haber decenas de víctimas a mayores a las que nadie echó en falta: marineros de paso, trabajadores eventuales y sus familias, visitantes... Cientos de edificios resultaron destruidos, dejando a más de 2000 personas sin hogar. El monto total de los daños se estimó en al menos 100 millones de dólares de la época.


La tragedia desató una ola de solidaridad en todos los EEUU. Docenas de entidades y particulares organizaron recogidas de fondos por el país para ayudar a las víctimas de la explosión y colaborar en la reconstrucción de la ciudad. Curiosamente, uno de los que más se destacó en la ayuda a las víctimas fue Sam Maceo, un conocido capo del crimen organizado de Galveston, que llegó a organizar un festival benéfico al que acudieron Frank Sinatra y Ann Sheridan. La mayoría de las empresas que habían perdido fábricas en Texas City se comprometieron a reconstruirlas en la misma ciudad y a contratar a los supervivientes.


El llamado desastre de Texas City sigue siendo a día de hoy la catástrofe industrial más mortífera de la historia de Estados Unidos, y también se la considera una de las mayores explosiones no nucleares provocadas por el hombre. También hizo historia en otro ámbito, el judicial. En 1946 el gobierno norteamericano había promulgado la Ley Federal de Reclamaciones por Daños, que por primera vez permitía a los ciudadanos estadounidenses demandar a su gobierno por los daños provocados por personas o agencias que actuasen en su nombre. La primera demanda de este tipo que llegó a los tribunales fue el llamado caso Elizabeth Dalehite, et al. v. United States, una demanda colectiva de cientos de víctimas del desastre y sus familias, que acusaban al gobierno y a 168 de sus agencias por negligencia a la hora de supervisar la fabricación, empaquetado y etiquetado del nitrato amónico, lo que unido a posteriores deficiencias en el transporte, almacenamiento, carga, prevención y extinción de incendios habían sido el origen del fatídico suceso. Tras años de sentencias y apelaciones, en 1953 el Tribunal Supremo desestimó definitivamente la demanda, aunque una ley posterior aprobada por el Congreso norteamericano en 1955 permitió que los afectados pudieran recibir algunas ayudas.