Vicenta Verdier (1870-1907) |
A principios del siglo XX, la calle Tudescos, en el madrileño barrio de Malasaña, era una calle sucia, ruidosa y de mala fama. Abundaban en ella las personas "de mal vivir" y los negocios turbios donde se practicaba el juego o la prostitución. Fue en esa calle donde se produjo uno de los crímenes sin resolver más célebres de la crónica negra hispana.
En junio de 1907 vivía en la calle Tudescos, en un pequeño apartamento del tercer piso del número 15, una mujer llamada Vicenta Verdier. Verdier, de 37 años, natural de la localidad zaragozana de Épila, se había trasladado a la capital años atrás, acompañada de sus hermanos, Mariano, Faustina y Claudia. Era una mujer atractiva, de formas voluptuosas, que había trabajado como criada y costurera y había estado casada con un tal José Novillo, del que llevaba tiempo separada. En 1892 había conocido a José María Romillo, un joven estudiante de una acaudalada familia, del que se había convertido en amante y "mantenida". La relación entre los dos había continuado durante quince años, incluso después de que Romillo se hubiera casado y hubiera tenido un hijo, y era él quien corría con los gastos del alquiler y de Vicenta, quien, además, se veía con otros hombres a espaldas de su amante "oficial". Entre sus vecinos tenía fama de ser una mujer discreta y amable, que contaba con numerosas simpatías. Visitaba casi a diario a su hermana Faustina, pero no tenía contacto con sus otros dos hermanos, quienes desaprobaban su estilo de vida.
El 13 de junio de 1907, a eso del mediodía, la criada de la vecina de Vicenta llamó a su puerta para prepararle el almuerzo, como solía hacer, encontrándola aún arreglándose. Algo más tarde, sobre la una, unos gritos desesperados alarmaron enormemente al vecindario. Vicenta, pues era ella la que gritaba, pedía ayuda desde su casa. Un grupo de vecinos y paseantes se agolpó ante la puerta de su apartamento, pero esta estaba cerrada con llave y no pudieron entrar, así que avisaron a la policía. Mientras tanto, los gritos habían cesado y en el interior reinaba el silencio. Cuando la policía llegó tuvo que derribar la puerta para acceder al apartamento. Un reguero de sangre en el pasillo los condujo hasta el dormitorio principal, donde hallaron el cadáver de Vicenta. Había muerto desangrada a causa de un brutal corte en el cuello que le había seccionado la tráquea. Vicenta había luchado por su vida; así lo atestiguaban las señales de lucha en la habitación: muebles movidos, un macetero volcado y roto y un par de cortes defensivos en su mano. En su mano derecha tenía una pequeña imagen en plata de la Virgen del Pilar, que la policía supuso había cogido con sus últimas fuerzas. Se encontraron huellas ensangrentadas en la puerta del armario, en un cajón y en el joyero de la víctima.
La policía registró todo el apartamento, pero no halló al asesino. En la cocina encontraron una tina con agua ensangrentada y un paño igualmente manchado de sangre, demostrando que el criminal se había lavado las manos antes de irse, y en otra habitación hallaron una ventana abierta, que daba al tejado de una casa de la vecina calle de Silva, por donde había escapado. No encontraron más pistas sobre el responsable aparte de deducir que se trataba de un hombre ágil, fuerte y con una notable sangre fría, ya que pese a saber que se había dado la alarma, se tomó su tiempo para registrar las pertenencias de Vicenta y para lavarse antes de darse a la fuga.
La policía supuso que podía tratarse de un robo, aunque parecía que Vicenta llevaba una vida demasiado modesta como para atraer la atención de un ladrón. Además, más tarde se descubriría que varias de sus joyas que se echaron en falta en realidad habían sido empeñadas por la propia Vicenta tiempo atrás. Por otro lado, parecía claro que Vicenta no solo conocía a su agresor, sino que tenía cierta confianza con él. El asesino solo podía haber entrado por la puerta, por lo que tenía que haber sido la propia Vicenta la que le habría dejado entrar. Y dada la forma en la que estaba vestida cuando murió (falda bajera, delantal y corsé), es difícil creer que se hubiera presentado así a medio vestir ante alguien en quien no confiara. Asimismo, llamaba la atención el comportamiento del perro de Vicenta, una bulldog llamada Nena, que fue hallada junto a su ama y a la que en ningún momento se la oyó ladrar.
Los primeros a los que se consideró sospechosos fueron, como cabría esperar, José María Romillo, el amante de Vicenta, y la esposa de éste. Ambos fueron interrogados en varias ocasiones e incluso llegaron a estar detenidos, pero no se hallaron pruebas contra ellos. Romillo afirmó que hacía años que no tenía relación alguna con Vicenta y que seguía pagando el alquiler de su casa "por compasión", a pesar de que numerosos testigos declararon que la seguía visitando con regularidad y que Vicenta se había mudado a la calle Tudescos solo unos años antes, para estar más cerca de la casa de Romillo, que vivía en la Gran Vía. En cuanto a su esposa, María de Gracia Polo, una joven de una familia madrileña de clase alta, odiaba a Vicenta por la relación que mantenía con su esposo, llegando a encararse con ella varias veces en plena calle. Además, la tarde del mismo día del crimen la vieron pasar frente a la casa de Vicenta a bordo de un carruaje.
También se investigó a los otros hombres con los que se veía Vicenta. Uno de ellos, un jugador de pésima fama y antecedentes llamado José María González y apodado "El Tempranillo", llegó a ser detenido, pero tampoco se le pudo probar nada. Y de la misma manera, se investigó a un jugador y proxeneta apodado "El Marquesillo", amigo de José María Romillo, que había llegado a amenazar a Vicenta por motivos desconocidos, pero contra el cual no se halló indicio alguno.
En 1912, cinco años después del asesinato, se anunció el arresto en León de un tal Salustiano Fernández Morales, natural de Menorca, quien habría confesado ser el autor del asesinato, afirmando haber matado a Vicenta por celos tras discutir con ella en el célebre Café Pombo. Pero el tal Salustiano se retractaría nada más entrar en prisión. Al final, resultó que no tenía nada que ver con el asesinato; su nombre real era José González y era un pobre trastornado que lo había perdido todo, dinero, familia y cordura, por su insana obsesión por el juego. Más o menos por las mismas fechas, un oficial del Ejército llamado José López Valcárcel acusó a un tal Gregorio Corrochano de haber sido el autor del crimen. El tal Corrochano admitió haber mantenido relaciones con Vicenta Verdier, pero negó rotundamente ser el autor de su muerte.
Igualmente, en 1913 se arrestó en Córdoba a Luis Miguel Rosales, quien supuestamente habría confesado el asesinato, pero resultó ser un fanfarrón que no había estado en Madrid en toda su vida. Y aún habría una nota exótica cuando en 1927, veinte años después del asesinato, la policía norteamericana arrestó por el crimen a un miembro del Ku Klux Klan que se hacía llamar Eddy Ponsshon, y que resultó ser un inmigrante español llamado Antonio Pérez de la Cuesta. También en esta ocasión resultó ser una pista falsa.
"No se supo nada entonces del crimen de la calle de Tudescos; no se sabe nada ahora", escribía José Martínez Ruiz "Azorín" en un artículo de 1960. Hoy, más de un siglo después del crimen, sigue sin conocerse quién asesinó a la infortunada Vicenta Verdier.
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