Cayo Aurelio Valerio Diocleciano Augusto
En muchos aspectos, se puede considerar a Diocleciano (244-311 d. C.) el último gran emperador romano. Hijo de un liberto (esclavo liberado) de origen dálmata y nacido con el nombre de Diocles, llegó al poder en el 284, tras una larga carrera militar, adoptando el imponente nombre de Cayo Aurelio Valerio Diocleciano Augusto, y abdicó en el 305.
Llegó al poder tras un período de caos y anarquía en el que en apenas cincuenta años se sucedieron hasta quince emperadores, y encontró un imperio en franca decadencia, corrupto, inoperante y acosado por numerosos enemigos en la mayoría de sus fronteras. Convencido de que el imperio era demasiado grande para seguir siendo gobernado desde una única capital, tomó la decisión más trascendental de su mandato: dividir el imperio en dos, dando así lugar al Imperio Romano de Occidente y al Imperio Romano de Oriente, conservando el gobierno de éste último y nombrando emperador de Occidente a un general de su confianza llamado Maximiano.
Diocleciano no se caracterizó precisamente por su bondad. Con un carácter severo y autoritario, poco dado a la compasión, nunca tuvo miramientos a la hora de castigar a quienes se rebelaban contra él. Fué el desencadenante de la última y más sangrienta de las persecuciones contra los cristianos, ordenando la captura de todos ellos, la incautación de sus bienes, la destrucción de sus templos y la quema de sus libros.
Durante su gobierno, allá por el 297, un tal Lucio Domicio Domiciano se rebeló en Egipto, reunió un ejército y se proclamó soberano. Diocleciano quiso dar una lección y fué en persona al frente de su ejército a restablecer el orden. Sofocó la rebelión, derrotó al ejército de Domiciano (que murió durante los combates) y, finalmente, tomó Alejandría, capital de los rebeldes. Queriendo dar un claro aviso para posteriores "aspirantes", ordenó un castigo ejemplarizante contra la ciudad conquistada: mandó a sus hombres continuar la matanza hasta que, literalmente la sangre corriera por las calles hasta llegar a la altura de las rodillas de su caballo. Quiso la fortuna, el destino o lo que querais, que poco después el caballo tropezase cayendo de rodillas sobre el suelo ensangrentado por los combates... lo que hizo que los soldados dejaran de cebarse en los alejandrinos: la sangre ya llegaba a las rodillas del caballo. Cuentan que los habitantes de Alejandría estaban tan agradecidos por haberse salvado de una escabechina que podía haber sido antológica, que incluso erigieron un monumento en honor del caballo.
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