Verba volant, scripta manent

domingo, 30 de septiembre de 2012

La extinción del dodo



Raphus cucullatus. Bajo este complicado nombre latino se esconde nuestro protagonista de hoy: el desafortunado dodo.
Esta curiosa ave pertenecía al orden de las Columbiformes, lo que la emparentaba con las palomas; y a la familia Raphidae, una familia de aves no voladoras que ya no tiene especies vivas. Era un ave de notable tamaño: alcanzaba un metro de altura y podía superar los 15 kilos de peso. Su hábitat se reducía exclusivamente al archipiélago de las Mauricio, en pleno océano Índico, a más de 1500 kilómetros de la costa africana (aunque a sólo 900 de Madagascar). El haber vivido durante miles de años aislada había variado notablemente la morfología de estas aves con respecto a sus antepasados voladores. Además del notable aumento de peso, sus alas y su musculatura pectoral se habían atrofiado, por lo que hacía mucho que habían perdido la capacidad de volar. Además, no eran tampoco demasiado hábiles como corredoras, y se movían con relativa torpeza. Y construían sus nidos en el suelo, apenas resguardados por la maleza. Tampoco importaba demasiado: en las Mauricio no había predadores que las amenazaran, por eso habían evolucionado de esa manera. Y así vivían, torpes y felices, hasta que sobrevino la catástrofe: llegó el hombre.
Árabes y malayos ya habían visitado Mauricio esporádicamente desde el siglo X, pero fué tras la llegada de los portugueses en 1505 cuando la isla empezó a recibir visitantes humanos con cierta asiduidad. Y estos visitantes pronto descubrieron que el dodo, aunque no demasiado sabroso, era una fuente de carne abundante y fácil de capturar. Con lo que docenas y docenas de dodos acabaron cocinados de las más variadas maneras para deleite de las tripulaciones de los barcos que allí llegaban. No parece que los hombres les tuvieran en gran estima: hasta "dodo" es un término peyorativo: según unos, procede de "doudo", que significa "estúpido" en portugués coloquial; según otros, deriva de la palabra holandesa "dodoor", que significa "vago".
Pero los humanos no habían llegado solos. Con ellos habían llegado toda una caterva de demoníacos seres que colaboraron muy eficazmente en el apocalipsis del dodo: perros y gatos acosaron a estas indefensas aves por doquier; cabras y ovejas se comieron la maleza en la que, como único medio de defensa, se refugiaba; los cerdos destruían sus desprotegidos nidos, comiéndose huevos y polluelos; y las ratas venían detrás, comiéndose lo que los demás dejaban. La situación se agravó cuando en 1638 las islas fueron colonizadas por los holandeses, quienes además talaron buena parte de sus bosques. El último dodo fué visto en 1674, aunque es posible que sobrevivieran algunos años más. No es de extrañar que en inglés exista la expresión "estar más muerto que el dodo".
Unas décadas más tarde, hacia 1760, también se extinguía el solitario de Rodríguez, que no era un hombre sin amigos apellidado Rodríguez, sino otra ave de las Raphidae (su nombre científico era Pezophaps solitaria), pariente cercano del dodo y endémico de la isla de Rodrígues (también en el archipiélago de Mauricio). Se parecía bastante al dodo en tamaño, morfología y costumbres. Y al igual que con el dodo, fué la llegada del hombre y sus animales la que acabó con el solitario. Sin embargo, hoy casi todos conocen al dodo y casi nadie se acuerda del pobre solitario. Cosas de la fama...
Hoy en día del dodo sólo nos queda el recuerdo de su triste destino, además de un buen número de huesos (aunque pocos esqueletos más o menos completos), y algunos restos en museos, como un huevo en el museo de East London (Sudáfrica) o una cabeza y unas patas en el Museo de Historia Natural de la Universidad inglesa de Oxford.

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