domingo, 24 de febrero de 2013
La crisis de los tulipanes
El género Tulipa, perteneciente a la familia de las Liliáceas, comprende más de 150 especies y una incalculable cantidad de híbridos obtenidos artificialmente. Se cree que los orígenes del género se sitúan en las estepas kazajas y la cordillera del Pamir, desde donde se extendieron hacia Irán (al Sur), a Afganistán y China (al Este) y Turquía (al Oeste). La planta produce semillas, pero éstas tardan varios años en germinar y producir una flor, por lo que en su cultivo generalmente se utilizan los bulbos de las plantas ya germinadas.
Su cultivo alcanzó una amplia extensión en Turquía durante la Edad Media; de hecho, "tulipán" procede de la palabra turca "tülbend", que significa "turbante" y hace referencia al aspecto de la flor. Los primeros ejemplares que se vieron en Europa fueron cultivados en la Península Ibérica, durante la ocupación musulmana, en torno a los siglos XI y XII. Para su llegada la resto de Europa hubo que esperar al siglo XVI, en el que Ogier Ghislain de Busbecq, embajador austríaco ante el sultán otomano y floricultor aficionado, trajo varios bulbos a los Jardines Imperiales de Viena (1544). Luego irían llegando al resto de Europa, Francia, Alemania, Suiza, Inglaterra... y los Países Bajos.
Los primeros bulbos llegaron a Flandes en 1559, pero su verdadera explosión llegó a finales de siglo, cuando Charles de L'Ecluse, médico y botánico holandés, dejó su puesto en los Jardines de Viena para ser profesor de botánica en la universidad de Leiden, llevando consigo una colección de bulbos. El suelo neerlandés, húmedo y arenoso (en buena parte ganado al mar mediante diques) resultó ser idóneo para el crecimiento de los tulipanes y su cultivo se extendió a gran velocidad por todo el país. Por aquel entonces los Países Bajos eran un país enormemente próspero gracias al comercio, el dinero corría a raudales y se había creado una nueva clase social de comerciantes ricos. Además, el cultivo de flores era una afición muy extendida entre los holandeses. Los tulipanes no tardaron en convertirse en una posesión muy apreciada y en un símbolo de distinción y de estatus social, pese a que no tenía aplicaciones culinarias ni medicinales, apenas tiene fragancia y florece sólo unos pocos días al año. Además, en ocasiones los bulbos producían flores de colores totalmente diferentes a las originarias generando nuevas y bellísimas variedades (se tardó varios siglos en saber el motivo: una enfermedad vírica, el mosaico, transmitido por áfidos).
El precio de los bulbos comenzó a subir. Las variedades más apreciadas y exóticas, bautizadas con el nombre de personajes históricos y héroes locales (Admiral van Enkhuizen, General Bol), alcanzaban precios elevadísimos. Pero la verdadera locura se desató a partir de la década de 1620. La demanda de bulbos era altísima, mayor que la oferta, y los precios empezaron a subir como la espuma, desatándose una ola especulativa sin precedentes. Un fenómeno que se denominó Tulipomanía. La gente invertía todo lo que tenía en comprar bulbos de tulipán para luego venderlos con grandes beneficios, de hasta el 500 %. Se conocen transacciones en las que se vendían una casa o un molino a cambio de bulbos de tulipán. Los ejemplares más raros y cotizados se vendían por encima de los 1000 florines cada uno (el sueldo medio anual era de unos 150 florines). En 1635 se vendieron 40 bulbos por 100000 florines, y ese mismo año se batió el record: 6000 florines por un ejemplar de la variedad Semper Augustus. La burbuja de especulación se inflaba más y más. Empezaron a circular los primeros catálogos, donde los compradores podían ver las imágenes de las flores acompañadas de sus respectivos precios.
Entre 1633 y 1636, una epidemia de peste bubónica diezmó a la población, lo que, unido a la Guerra de los Treinta Años, redujo la disponibilidad de trabajadores. Sin mano de obra para los cultivos, el precio de los bulbos siguió disparado y se empezó a negociar ya no sobre bulbos existentes, sino sobre bulbos no recolectados; un demencial mercado de futuros que se llamó windhael (negocio del aire) que floreció sobre todo a pequeña escala, pese a que un edicto de 1610 lo prohibía expresamente. La gente vendía sus propiedades y se endeudaba hasta límites increíbles para comprar bulbos. Un marinero fué condenado a seis meses de cárcel por comerse un bulbo valorado en 3000 florines al confundirlo con una cebolla. La burbuja no podía durar eternamente. Y sucedió lo inevitable.
El 5 de febrero de 1637 se vendieron 99 bulbos por 90000 florines, propiedad de los herederos de un ventero apellidado Winkle; fué la última gran venta de la que hay constancia. Al día siguiente se puso a la venta otro lote: medio quilo por 1250 florines, algo modesto. Pero sucedió algo insólito: nadie pujó por el y la subasta quedó desierta. Eso bastó para que cundiera el pánico y el mercado se derrumbase estrepitosamente. Los inversores que se habían gastado todo lo que tenían en bulbos trataron de venderlos, pero nadie compraba. En apenas seis días, la economía holandesa se había colapsado, las bancarrotas se sucedían, centenares de personas de todas las clases sociales se arruinaron completamente. El gobierno se vió obligado a intervenir: se anularon los contratos posteriores a noviembre de 1636 y estableció que de los contratos de futuros se abonase sólo un porcentaje (entre un 5 y un 10%). La economía holandesa tardó años en recuperarse del desastre.
Sin embargo, el tulipán rendiría aún un valioso servicio al pueblo holandés, una especie de compensación kármica por los problemas creados. En los duros años de la Segunda Guerra Mundial y la posguerra, el consumo de bulbos salvó a muchos holandeses de morir de hambre.
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