sábado, 4 de enero de 2014
Bulla Felix, el bandido
Allá por principios del siglo III d. C. existió un hombre que se atrevió a desafiar a las autoridades del Imperio Romano. Un bandido audaz y temerario que burló durante años a las tropas que lo perseguían hasta despertar la cólera del mismísimo emperador. Un hombre que respondía al nombre de Bulla Felix.
Muy poco es lo que se sabe de Bulla Felix. Ni su edad, ni su clase social (aunque algunas fuentes apuntan a que pudo tratarse de un colono huido de un latifundio), ni siquiera si verdaderamente se llamaba así, ya que Bulla Felix significa "amuleto de la suerte" y suena mas a apodo que a nombre real. De hecho, "Felix" es un título que adoptaban frecuentemente los generales romanos, y parece que lo hubiera elegido como burla hacia los militares. Sus hazañas las cuenta el historiador Dión Casio en su Historia Romana, y son tan asombrosas que algunos creen que Bulla jamás existió y se trata de un personaje legendario e irreal.
Bulla Felix se dedicó preferentemente a asaltar viajeros y transportes de mercancías en el camino entre Brundisium (actual Brindisi) y Roma. Durante siglos, el sureño puerto de Brindisi fue un enclave estratégico en las comunicaciones entre Italia y el Mediterráneo Oriental, un puerto enormemente próspero que movía cada año una ingente cantidad de viajeros y mercancías. Tres vías principales la comunicaban con la capital del Imperio: la Via Appia, la Regina Viarum y la Appia Traiana. Y Bulla se especializó en asaltar a quienes circulaban por ellas. Entre el 205 y el 207 d.C.(fecha de su captura) campó a sus anchas por aquella región.
No cabe duda de que Bulla era un excelente capitán. Inteligente, osado, carismático, hábil y escurridizo, con una proverbial facilidad para eludir a las tropas que salían en su busca y las trampas que le tendían, además de poseer un ingenio portentoso que le permitía planear mil y una estrategias para conseguir sus propósitos. Al principio, sólo un puñado de hombres le seguía, pero muy pronto su fama atrajo a otros muchos y llegó a tener bajo su mando a 600 leales seguidores. Entre estos había algo de todo: ladrones, desertores, esclavos huidos y un buen puñado de libertos (esclavos liberados) que no habían recibido ningún tipo de compensación por parte de sus antiguos amos.
Bulla tenía una amplia red de informantes en Brindisi, que le informaban puntualmente de la partida de cargamentos valiosos y de personajes importantes, para saber cuándo y dónde le resultaría mas provechoso actuar. Las autoridades locales, que eran las que usualmente se encargaban de perseguir los crímenes comunes como el bandolerismo, se vieron sobrepasadas y no tardaron en solicitar ayuda. Tropas imperiales fueron enviadas en su persecución, pero Bulla les dio esquinazo tan fácilmente como a los demás.
Aquel bandolero se convirtió enseguida en una figura famosa y respetada en la región. Su audacia, su carisma, su jovialidad, su generosidad (repartía parte de sus botines entre los necesitados), incluso su compasión (no fue un asesino cruel como otros asaltantes, y evitaba matar si no era absolutamente necesario) le convirtieron en un líder admirado, especialmente por aquellos que se sentían perjudicados por las autoridades imperiales: los marginados, los olvidados, los menesterosos, los que apenas contaban para las autoridades. Hasta el propio Dión Casio deja traslucir una cierta simpatía por el personaje. En ocasiones, cuando alguna de sus víctimas le resultaba interesante (artesanos, artistas, eruditos) lo retenía un tiempo para que trabajara para él y los suyos, y luego le dejaba irse con una espléndida gratificación.
Algunas de sus atrevidas argucias rozan lo increíble. En una ocasión en que dos de los miembros de su banda habían sido arrestados y condenados a muerte, se presentó en la cárcel vestido lujosamente y afirmando ser un enviado imperial que necesitaba hombres para que trabajasen para él; tan convincente resultó, que los guardianes de la cárcel le entregaron sin rechistar a sus hombres. En otra ocasión, capturó a un centurión, al que engañó haciéndole creer que era un delator que iba a indicarle el paradero del famoso bandido. Lo retuvo varios días, escenificó un juicio (en el que él mismo hizo de juez) y, finalmente, le hizo afeitar la cabeza, como se hacía habitualmente con los esclavos y le dejó en libertad, con una carta para sus superiores en la que, con total descaro, les decía "Alimentad bien a vuestros esclavos, no vaya a ser que se acaben convirtiendo en bandidos".
No es de extrañar que tales hazañas enfureciesen al emperador, Septimio Severo, que llegó a decir que mientras él ganaba batallas en Britania, en Italia un forajido se burlaba de sus tropas. Un tribunus militum, al mando de un importante número de soldados (incluida caballería), fue enviado en su busca. Sin embargo, fue una traición derivada de un asunto de faldas lo que propició su caída. Bulla tenía una aventura con una mujer casada, cuyo marido, enfurecido, le sonsacó el paradero del bandido y lo denunció a las autoridades. Bulla fue capturado cuando dormía en el interior de una cueva y fue llevado ante Aemilius Papinianus, praefectus praetorio (oficial al mando de la Guardia Pretoriana). Dicen que Papinianus le preguntó a Bulla ¿Qué es lo que te ha llevado a convertirte en un bandido?. A lo que Bulla, siempre desafiante, respondió Bueno, ¿y por qué eres tú prefecto?.
Bulla acabó sus días devorado por las fieras en la arena del circo. Su banda, privada de su carismático líder, no tardó en dispersarse.
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