Verba volant, scripta manent

viernes, 10 de julio de 2015

El año sin verano

El Monte Tambora

En el año de 1812 los habitantes de la isla indonesia de Sumbawa empezaron a notar una serie de extraños fenómenos en torno al Tambora, la enorme montaña de más de cuatro mil metros que dominaba la isla: temblores, potentes rugidos, nubes de humo... La mayoría de ellos ignoraba que el Tambora era un volcán, y no era de extrañar: su última erupción databa del siglo VIII, y desde entonces había permanecido tranquilamente dormido. Dormido, pero no extinto.
Sin ellos saberlo, bajo sus pies se iba gestando su propia perdición. El volcán había entrado en una fase de gran actividad, y su cámara magmática se iba llenando lentamente de lava, aumentando la presión y la temperatura en su interior. El 5 de abril de 1815 tuvo lugar la primera erupción, seguida de una serie de potentes explosiones que se oyeron hasta en las islas Molucas (a más de 1400 kilómetros). Pero el clímax de la erupción se alcanzó el día 10, cuando tres gruesas columnas de lava fueron proyectadas al exterior convirtiendo a la montaña en una masa de "fuego líquido". El estruendo se oyó a mas de 2600 kilómetros de distancia y la ceniza cayó en lugares tan remotos como Borneo o Makassar. El olor de los gases volcánicos llegó hasta Yakarta. La actividad del volcán no ha cesado desde entonces, aunque con erupciones de pequeña intensidad; la última, en 1967.
Los detalles de la erupción son sobrecogedores. Se trató de la erupción más potente de los últimos ocho mil años, y la única ocurrida en los últimos tres milenios (junto a la del Taupo, en Nueva Zelanda, en el año 186) que ha alcanzado un Índice de Explosividad Volcánica de 7. Se estima que fue cuatro veces más potente que la célebre explosión del Krakatoa (1883) y que expulsó al exterior unos 160 km3 de materiales. El Tambora pasó de los cuatro mil metros de altura a los 2850 que tiene en la actualidad. Una columna de humo de más de 43 kilómetros de altura se elevó durante días, vertiendo miles de toneladas de polvo y ceniza volcánica directamente a la estratosfera. Es difícil calcular cuántas personas murieron; se estima que al menos diez mil murieron en Sumbawa como consecuencia directa de la erupción. Otras 4600 murieron en las islas cercanas a consecuencia del tsunami que la explosión provocó. Además, la lluvia de cenizas y compuestos tóxicos destruyó las cosechas de la isla y de otras cercanas, provocando entre 50 y 100000 víctimas más a causa del hambre y las enfermedades.

"Red Sky and Crescent Moont" (William Turner, c. 1818)
Pero los efectos de la erupción no se limitarían a las regiones más próximas, sino que su influencia sería global. Aquella inmensa cantidad de partículas (millón y medio de toneladas, según algunos cálculos) se dispersó por las capas superiores de la atmósfera; las más grandes cayeron pasadas unas semanas, pero las más ligeras permanecieron en la atmósfera durante meses o incluso años, extendiéndose por prácticamente todo el globo y absorbiendo y reflejando la radiación solar. Uno de sus primeros efectos fue la peculiar tonalidad rojiza que adquirieron algunos atardeceres durante el verano y el otoño de ese año, debido a la refracción de los rayos solares; un color que pintores como el inglés William Turner reflejaron en sus obras.
Pero los efectos irían mucho más allá. La ceniza volcánica en suspensión redujo la cantidad de radiación solar que llegaba a la tierra, provocando un descenso global de las temperaturas, que afectó especialmente al hemisferio norte. Y su efecto aumentó porque en aquellos años se vivía el llamado "Mínimo de Dalton", un periodo en el que la actividad solar fue anormalmente baja, lo que ya había reducido la temperatura media mundial en un grado centígrado. La erupción del Tambora redujo aún más (entre uno y dos grados) la temperatura, afectando seriamente al clima, especialmente durante el verano de 1816, que fue uno de los más fríos y lluviosos de los que hay constancia, pasando a la historia como "el año sin verano" o "el año de la pobreza".

Frau vor untergehender Sonne (Caspar David Friedrich, 1818)
El invierno de 1815 ya fue frío e inclemente, pero a diferencia de lo que es habitual, la llegada del verano y la primavera sólo suavizó ligeramente el clima. Las pésimas condiciones metereológicas arrasaron cosechas en todo el mundo, provocando terribles hambrunas, epidemias y disturbios. Europa, que vivía tiempos de escasez por causa de las recientes guerras napoleónicas, se vio duramente afectada. Las malas cosechas provocaron hambrunas en Gran Bretaña e Irlanda, donde hubo revueltas y saqueos, y lo mismo ocurrió en Francia y Alemania. En Irlanda, además, se desató una epidemia de tifus que duraría hasta 1819 y que, junto al hambre, costaría la vida a 100000 irlandeses. En Suiza la escasez y los disturbios fueron tan graves que el gobierno decretó el estado de emergencia nacional. Los principales ríos europeos, como el Rin, se desbordaron como consecuencia de las continuas lluvias. Unas 200000 personas murieron a causa del frío, la lluvia, el hambre y las enfermedades. Dentro de lo más anecdótico, en Hungría y en el norte de Italia se produjeron tormentas con "nieve roja" que se creen fueron debidas a la presencia de cenizas del Tambora en la atmósfera.
El resto del mundo tampoco se libró. En Norteamerica, buena parte de la cosecha de cereal se perdió por causa de unas inesperadas heladas en primavera. En junio hubo tormentas de nieve y en julio y agosto se vivieron heladas en regiones relativamente al sur, como Pennsylvania o Virginia. Lugares tan insospechados como México y Guatemala también vieron caer insólitas nevadas. La escasez provocó una notable subida de los precios de la comida, especialmente del grano.
Por su parte, en China, buena parte de las cosechas de arroz de las provincias de Yunnan y Heilongjiang se perdieron. En el sur del país y en Taiwan, habituados a un clima cálido, se produjeron nevadas y heladas en pleno verano.
Y curiosamente, una de las obras maestras de la historia de la literatura tuvo su origen en este inclemente verano. Un grupo de ingleses expatriados, reunidos en una villa cercana a Ginebra, se aburrían soberanamente encerrados durante días a causa de la lluvia. Entre ellos estaban el célebre poeta Lord Byron, su médico personal, John Polidori, el poeta Percy Shelley y la futura esposa de éste, Mary Godwin. Para combatir el aburrimiento, conversaban y leían historias de fantasmas. Un día, Byron sugirió que cada uno escribiese una obra de terror... y la futura Mary Shelley acabaría por escribir su inmortal Frankenstein.

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