Wolfgang Amadeus Mozart, posiblemente el más grande de los compositores de la historia de la música, pasó sus últimos años de vida agobiado por los problemas económicos y su precaria salud. Durante 1791, año de su muerte, trabajó febrilmente, logrando terminar varias de sus obras más reconocidas. No así su última composición, la Misa de Réquiem en do menor (K 626), que quedó inacabada y tuvo que ser completada tras su muerte.
A finales de julio de ese año, pocos días antes del nacimiento de su hijo menor, Franz Xaver Wolfgang, Mozart recibió en su casa la visita de un extraño personaje, vestido de negro y con el rostro cubierto, que le propuso un encargo singular: un Réquiem, una pieza musical para interpretar acompañando una misa de difuntos católica. Pero, una vez compuesta y entregada, Mozart debía renunciar a reclamar su autoría de cualquier manera, sin admitir bajo ninguna circunstancia que era suya. Quizás en otra ocasión no habría aceptado un encargo así, pero estando necesitado de dinero finalmente aceptó el acuerdo. El misterioso visitante entregó un adelanto al compositor y acordaron volver a verse en un mes.
Sin embargo, pocos días después Mozart fue llamado a Praga para asistir al estreno de su ópera La clemenza di Tito, que había compuesto con motivo de la coronación de Leopoldo II de Austria como rey de Bohemia. Justo antes de partir, el misterioso enmascarado apareció de nuevo, para recordar a Mozart su encargo. Al final acordaron un aplazamiento, pero Amadeus quedó vivamente impresionado por la nueva aparición, tan oportuna, del mensajero.
Durante el viaje y la estancia en Praga la salud de Mozart se resintió. Su delicado estado de salud, su tendencia a la depresión, su obsesión con la muerte tras el fallecimiento de su padre cuatro años atrás, y su conocido interés por lo sobrenatural, acabaron por convencerlo de que aquel misterioso personaje enmascarado era en realidad un mensajero de la mismísima muerte, y que el objetivo real del Réquiem era ser interpretado durante su propio funeral. A veces, estas fantasías se mezclaban con ideas paranoicas como la de haber sido envenenado.
A su vuelta a Viena, Mozart siguió trabajando en las varias obras que tenía entre manos. Concluyó su Concierto para clarinete en La mayor (K 622), supervisó y dirigió en persona el estreno de la ópera La flauta mágica (el 30 de septiembre de 1791, en el Theater an der Wien vienés). Pero cuando la muerte lo sorprendíó, el 5 de diciembre, a causa de unas fiebres reumáticas, todavía no había concluido el Réquiem. Sólo había podido completar algunas secciones y dejar indicaciones y notas parciales sobre las otras. Su esposa Constanze pidió entonces a Joseph Eybler, músico de la Corte y amigo y discípulo de Mozart, que la terminase, pero Eybler rechazó la oferta, sintiéndose incapaz de acabar la obra de un genio. Fue finalmente otro discípulo de Mozart, Franz Xaver Süssmayr, que había estado colaborando con el compositor hasta sus últimos días, quien completó la obra, siguiendo las indicaciones de Mozart. Curiosamente, Mozart acertó en su premonición de que el Réquiem iba destinado a su funeral, ya que fue durante una misa en su memoria celebrada el 10 de diciembre cuando por primera vez se interpretaron algunos fragmentos de la obra. La versión completa no se estrenaría hasta el 2 de enero de 1793, durante un concierto en beneficio de su viuda y huérfanos.
Pero ¿quién era realmente el misterioso mensajero que había encargado la composición? Según se supo más tarde, el enmascarado era Franz Anton Leitgeb, un músico al servicio del poderoso conde Franz von Walsegg, un aristócrata gran aficionado a la música. El conde deseaba el Réquiem para los funerales en honor a su joven esposa Anna, muerta en febrero de 1791, y deseaba hacerla pasar por obra suya (algo que al parecer ya había hecho con anterioridad con obras de otros compositores). Finalmente, el conde en persona dirigió la interpretación del Réquiem durante una misa en honor de su esposa celebrada el 14 de diciembre de 1793.
¿Quién sabe? De no haber muerto Mozart, habría terminado él mismo su composición y la habría entregado. Y posiblemente, hoy recordaríamos al conde von Walsegg como a uno de esos genios autores de una única obra maestra y nos lamentaríamos de que no nos hubiera dejado alguna otra composición igual de brillante.
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