El Cine Oriente |
El 30 de junio de 1950, un día extremadamente caluroso, un guarda-agujas de la Renfe realizó un macabro hallazgo cerca de la vía del tren a Barcelona, en el barrio valenciano de Russafa. Al observar un bulto parcialmente sumergido en una acequia y acercarse a investigar, descubre con horror que en el interior del bulto hay una cesta de paja que contiene dos brazos y dos piernas humanas, en estado de descomposición. Avisada la policía de la Comisaría de Russafa, comienza de inmediato una investigación para identificar a la víctima que, dado que los miembros están depilados y con las uñas pintadas, se cree en primera instancia que se trata de una mujer. Una mujer de robusta complexión, visto el tamaño de las extremidades.
Con el barrio aún conmocionado con el hallazgo, tres días después un sereno encuentra en un solar de la calle Sueca, escondida tras un quiosco, una caja en cuyo interior aparece un torso, esta vez de un hombre, seccionado a la altura de la cintura y con cada mitad metida en un saco. Según le cuenta el sereno a la policía, había estado en ese mismo lugar charlando con la mujer del conserje del cercano Cine Oriente cuando tuvo que atender la llamada de un vecino. Al volver, minutos después, encontró la caja, con lo que quien quiera que la hubiera dejado allí lo había hecho en ese breve lapso de tiempo.
La policía tiene fundadas sospechas de que los restos han sido abandonados por alguien que vive cerca, así que comienza una discreta vigilancia de la zona, especialmente centrada alrededor de las calles Sueca y Denia. No tardan en averiguar un hecho interesante; en el Cine Oriente varios espectadores se han quejado del nauseabundo olor, que según su dueño se debe a la presencia de ratas muertas por el veneno que han colocado para librarse de dicha plaga. Sospechando algo turbio, los agentes piden entrevistar a los trabajadores del cine. El conserje, Salvador Rovira Pérez, de 45 años, está ausente. Según explica su mujer, María López Ducos, de 35, que trabaja en el cine como limpiadora y taquillera, unos días antes se había marchado a Barcelona, tras recibir un telegrama urgente, para resolver unos asuntos personales, y al irse le ha comentado que pretendía viajar a Francia, con lo que era previsible que estuviera ausente cierto tiempo. Pero esta historia presenta numerosos puntos débiles. El sereno no tiene noticia de que se haya entregado allí ningún telegrama últimamente, y recuerda que charlando con Salvador el día anterior a su marcha, este no le comentó nada de que fuera a salir de viaje. Además, la sobrina del conserje se muestra extrañada porque su tío aparentemente se ha ido sin llevarse su maleta, ni sus objetos personales.
La policía interroga varias veces a María y registra la casa en la que vivía con Salvador, un apartamento adyacente al cine, propiedad del mismo dueño, que se lo cede a ambos mientras trabajen para él. Allí no encuentran nada sospechoso, más que el mismo olor a putrefacción que hay en el cine. Las investigaciones sobre la pareja revelan que ambos no están en realidad casados; o mejor dicho, si están casados, pero no entre ellos. Salvador tenía una esposa, de la que llevaba siete años separado y a la que pagaba una pensión. También María estaba separada y tenía una hija. Llevan años conviviendo y su relación, tumultuosa y problemática, es la comidilla del barrio. Salvador es bebedor y mujeriego, y puede llegar a ser violento cuando bebe. María tiene un carácter iracundo, es muy celosa y está profundamente enamorada de Salvador; además, es conocida en el barrio su gran fuerza física. Las peleas a gritos entre ambos son habituales; peleas que en más de una ocasión han terminado en agresiones mutuas. Las sospechas de la policía aumentan cuando, tras ser puesta en libertad, María regresa a su casa y comienza a quemar espliego, un remedio casero contra los malos olores.
Convencidos de que la mujer oculta algo, la policía vuelve a registrar su casa. Esta vez descubren algo que se les había pasado por alto en el primer registro: una puerta oculta, que conduce a un pequeño trastero en la parte posterior del cine. Al registrar la estancia, encuentran papeles similares a los empleados para envolver los restos humanos hallados, una barra de hierro que todavía tiene adheridos restos de sangre y cabellos, una sierra, un cuchillo de carnicero y, finalmente, oculta tras una viga, hallan una caja de galletas en cuyo interior hay una cabeza humana en estado de descomposición, cubierta de tierra y serrín, que más tarde será identificada como la de Salvador Rovira.
María es arrestada y acusada del asesinato de Salvador. No tardaría en confesar ser la autora de su muerte, según ella de manera accidental. De acuerdo a su confesión, Salvador había llegado a casa borracho la madrugada del día 27, y se había enfurecido al descubrir que, debido a sus problemas económicos, María había empeñado varios objetos de la casa. Se había producido una de sus peleas habituales y Salvador había tratado de estrangular a María, quien para defenderse le había propinado un fuerte empujón a resultas del cual Salvador había caído al suelo, golpeándose la cabeza. María, creyéndolo inconsciente, lo había arrastrado hasta la cama y lo había acostado, pero a la mañana siguiente descubrió que estaba muerto. Asustada, había querido deshacerse del cadáver descuartizándolo y abandonando sus restos en distintos lugares; hasta se había tomado la molestia de depilar y pintar las uñas de brazos y piernas, para hacer creer que se trataba de los de una mujer y que no los relacionasen con los demás.
María López es juzgada y condenada a seis años y un día de cárcel por homicidio involuntario, y a cinco meses de arresto y 5000 pesetas de multa por inhumación ilegal. Años después, ya cumplida su condena, regresaría a Valencia para vivir en el barrio del Carmen, donde los vecinos la recuerdan como una mujer huraña y solitaria.
La historia de este crimen sería llevada al cine en 1997, en una película titulada El crimen del Cine Oriente, dirigida por Pedro Costa y protagonizada por Pepe Rubianes y Anabel Alonso.
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