Verba volant, scripta manent

domingo, 18 de junio de 2023

La envenenadora de Valencia

Pilar Prades Santamaría (1928-1959)

Se llamaba Pilar Prades Santamaría y había nacido en 1928 en la localidad castellonense de Bejís, en el seno de una humildísima familia sin apenas recursos. Con apenas doce años dejó su hogar para buscar trabajo como criada en Valencia. Analfabeta, poco agraciada físicamente y de carácter adusto y frío, le costaba ganarse la confianza de sus amas, por lo que cambiaba de casa con cierta frecuencia, llegando a servir en tres hogares diferentes en un solo año.

En 1954, con 26 años, entra a trabajar en casa del matrimonio formado por Enrique Vilanova Iranzo y Adela Pascual Camps, dueños de una charcutería en la calle Sagunto. Pilar se ocupa de las tareas de la casa y echa una mano en la tienda cuando hay mucho trabajo. Es algo que le gusta de verdad: atender a las clientas, charlar con ellas... Pronto comienza a fantasear sobre como sería tener su propia tienda. Y de ahí pasa a pensar que si la señora Adela muriese, ella podría casarse con don Enrique y así convertirse en la ama...

En marzo de 1955 la señora Adela, que hasta entonces y salvo por unos cólicos hepáticos había gozado de excelente salud, comienza a sentirse enferma: vómitos, mareos, debilidad muscular. El médico al que acude está perplejo; no acierta a adivinar la causa de su enfermedad y le acaba diagnosticando una gripe, pero ningún remedio parece hacer mejorar su estado. Tras varias semanas sin mejoría, en mayo el médico anuncia que va a consultar con otros colegas suyos para ver si alguno conoce algún caso parecido. Justo entonces la salud de la señora Adela sufre un súbito empeoramiento, falleciendo el 19 de mayo de 1955. El médico, todavía confuso por el repentino desenlace, hace constar como causa de la muerte una pancreatitis hemorrágica.

Pilar no acude al entierro de doña Adela. Tras mucho insistir, convence a don Enrique de que es importante mantener la tienda abierta incluso ese día, y se queda para atenderla. Cuando don Enrique regresa del cementerio, se encuentra a una Pilar sonriente, dando órdenes como si fuera la dueña, y vestida con uno de los delantales de encaje de doña Adela. Todo aquello le resulta profundamente desagradable, y no tarda en despedir a Pilar. Poco después vendería la tienda y se marcharía de Valencia, a empezar una nueva vida en otra parte.

Pilar ha visto frustradas sus expectativas y ha perdido su trabajo, pero la mano de obra para el servicio no abunda y no tarda en encontrar nuevo acomodo, gracias a su amiga Aurelia, a la que ha conocido en El Farol, una sala de baile a la que Pilar acude con la esperanza (nunca cumplida) de encontrar novio. Aurelia Sanz Herranz, natural de Guadalajara, trabaja como cocinera en casa del doctor Manuel Berenguer Terraza, prestigioso médico militar, que vive en el número 7 de la calle Isabel la Católica con su esposa María del Carmen Cid y los cuatro hijos de ambos. La doncella de la casa acaba de dejar el trabajo para irse a Inglaterra, y cuando buscan sustituta, Aurelia les recomienda encarecidamente a su amiga Pilar, y el matrimonio Berenguer decide contratarla.

Al principio todo marcha sobre ruedas. Los Berenguer están muy satisfechos con la habilidad y la laboriosidad de su nueva criada. Pilar y Aurelia son casi inseparables, y salen a menudo a pasear y divertirse. Pero en marzo de 1956 sucede algo que enturbia su relación. Una noche, en El Farol, las dos mujeres se quedan prendadas del mismo hombre, un joven guapo y simpático que acaba eligiendo a Aurelia (más joven y atractiva que Pilar), a la que saca a bailar y luego acompaña a su casa. A Pilar eso no le sienta nada bien, y desde entonces guardará rencor hacia su amiga, aunque se guarda mucho de mostrar sus verdaderos sentimientos y al menos en apariencia sigue comportándose como si nada hubiera pasado.

No pasa mucho tiempo antes de que Aurelia se sienta repentinamente enferma. Vómitos, diarrea, hinchazón, pérdida de peso... El doctor Berenguer está perplejo; no es capaz de identificar el mal que afecta a su cocinera. Piensa que puede tratarse de algún tipo de infección vírica desconocida o, como le sugieren algunos de sus colegas, de una polineuropatía. El empeoramiento del estado de Aurelia lleva al doctor a ingresarla en un hospital, donde comienza a mejorar poco a poco. Pero solo unos días más tarde es su esposa doña Carmen la que comienza a sentirse mal; lo que toman en un primer momento como una indigestión se va agravando con los mismos síntomas que Aurelia.

La preocupación del doctor Berenguer va en aumento. Teme que se trate de una enfermedad contagiosa y pueda afectar al resto de su familia si no la identifica pronto. Y entonces una nueva idea se abre paso en su mente. Es una posibilidad terrible y aterradora, pero que cuanto más piensa en ella más sentido va cobrando. De inmediato interroga a su esposa preguntándole si últimamente ha notado un sabor extraño o inusual en algo que haya comido. Doña Carmen, asustada, le dice que desde unos días antes el café con leche que Pilar le sirve en el desayuno (la única comida que hace aparte del resto de su familia) tiene un sabor muy dulce, pero con un dulzor distinto al del azúcar, y que cuando se lo mencionó a la criada, esta le dijo que tenía que comer cosas dulces para recuperarse lo antes posible.

Manuel Berenguer ve como, poco a poco, sus sospechas se van confirmando. Pide consejo a su colega Leopoldo López Gómez, catedrático de Medicina Legal de la Universidad de Valencia, y este le sugiere la prueba del propatiol: un medicamento inyectable capaz de revelar la presencia de tóxicos sin necesidad de un análisis. El resultado es concluyente: doña Carmen presenta elevados niveles de arsénico en su organismo. El doctor Berenguer no aguanta más y despide de manera fulminante a Pilar, sin darle explicaciones; aunque luego, temiendo que en otra casa pudiera suceder lo mismo, o incluso que se marchara de Valencia, habla con ella y le ofrece pagarle el resto del mes y darle excelentes referencias a cualquier posible empleador, para que no sospeche nada.

Es entonces cuando el doctor Berenguer recuerda algo que la propia Pilar les había contado cuando la contrataron: que había dejado su empleo anterior después de que su ama hubiera muerto de manera inesperada. Sospechando que Pilar podía haber tenido algo que ver, se pone en contacto con don Enrique Vilanova, el cual le habla de la enfermedad de su esposa y de la extraña actitud de la criada. Cuando el doctor Berenguer oye los síntomas que había sufrido la difunta doña Adela, los reconoce al instante. Ya no le cabe duda alguna; inmediatamente se dirige a la comisaría del barrio de Ruzafa a denunciar a Pilar como sospechosa de al menos tres envenenamientos. El cadáver de doña Adela es exhumado poco después; los análisis revelarían elevadas concentraciones de arsénico en los restos.

Pilar Prades es arrestada a las diez de la noche del 20 de febrero de 1957, en la pensión en la que vivía desde su despido. Ella niega rotundamente haber envenenado a nadie, pero al registrar sus pertenencias la policía encuentra escondida entre su ropa una botellita de un matahormigas cuyo nombre se hará tremendamente popular a raíz de este caso: Diluvión, un compuesto a base de arsénico y melaza, lo que le da un sabor dulce y agradable. Es sometida a lo que entonces se llamaba eufemísticamente "hábil interrogatorio": durante treinta y seis horas seguidas es interrogada en la comisaría, sin darle comida ni bebida, ni dejarle apenas descansar. Sin embargo, ella niega los envenenamientos; solo admite que, una sola vez, usó el Diluvión para endulzar el café de doña Carmen, pero porque desconocía que fuera tóxico y se había quedado sin azúcar. No obstante, la fiscalía cuenta con suficientes pruebas para acusarla del asesinato consumado de doña Adela y de tentativa en el caso de Aurelia y doña Carmen.

Garrote vil

El caso de la "envenenadora de Valencia", como es llamada Pilar, salta de inmediato a las portadas de los principales medios. No tardará mucho en convertirse en uno de los más célebres casos de la historia criminal española. En el juicio, la fiscalía presenta a Pilar como una asesina fría y despiadada, que asesinó a doña Adela esperando ocupar su lugar, que envenenó a su amiga Aurelia por despecho y luego hizo lo mismo con doña Carmen creyendo poder luego casarse con el desconsolado viudo. El abogado defensor recomienda a Pilar que se declare culpable para obtener cierta clemencia por parte del tribunal y ser condenada a una pena de cárcel, advirtiéndole del riesgo de ser condenada a muerte si no lo hace. Pero Pilar se niega, y proclama su inocencia a lo largo del juicio. La sentencia del tribunal, emitida el 28 de octubre de 1957, es implacable: Pilar Prades es condenada a la pena capital por el asesinato de doña Adela Pascual, y a dos penas de veinte años de prisión cada una por las tentativas de asesinato de Aurelia Sanz y Carmen Cid. El Tribunal Supremo confirma la sentencia; los sucesivos recursos y apelaciones son rechazados uno tras otro. La última esperanza de Pilar es recibir un indulto directo del Jefe de Estado, el general Francisco Franco, que ya ha indultado a otras mujeres condenadas a muerte. Pero en esta ocasión el indulto no se produce; el Consejo de Ministros da su visto bueno a la sentencia, cuyo cumplimiento queda fijado para las seis de la mañana del día 19 de mayo de 1959; justo el día que se cumplen cuatro años desde la muerte de Adela Pascual.

La sentencia va a ser ejecutada mediante garrote vil por el verdugo de la Audiencia Territorial de Madrid, el célebre Antonio López Sierra, que solo unas semanas más tarde ajusticiará a otro célebre asesino, José María Jarabo. López Sierra se presenta la víspera, a eso de las diez de la noche, para preparar la mortal tramoya necesaria para la ejecución. Solo cuando se da cuenta de que lo han llevado a la cárcel de mujeres se da cuenta de que es una mujer a la que ha de ejecutar. Y se niega a hacerlo. No es plato de gusto para el verdugo, quien cuatro años antes había ajusticiado, también en Valencia, a otra célebre asesina, Teresa Gómez Rubio, que había envenenado a tres familiares para hacerse con sus herencias. Como el mismo verdugo diría años después en una entrevista "ejecutar a una mujer es peor que ejecutar a treinta hombres". Al final, los funcionarios de la prisión tienen que emborracharlo con coñac para que cumpla con su deber y proceda a armar el garrote.

A la hora señalada, funcionarios y agentes se presentan en la celda de Pilar, que ha pasado la noche en compañía de un sacerdote que debe ayudarla a prepararse para morir. Pero Pilar no está dispuesta a dejarse llevar al patíbulo dócilmente. Protesta, llora, ruega, implora un poco más de tiempo aguardando el tan ansiado indulto que todos saben que nunca llegará. Se ofrece a hacer lo que haga falta, incluso pasarse el resto de su vida cuidando a leprosos, si le perdonan la vida. Pregunta por qué tienen tanta prisa en matarla. Al ver al titubeante verdugo, le ruega que no cumpla su cometido, que piense en ella como si fuera su mujer o su hija. Al oir esto, el verdugo vuelve a negarse a ejecutarla. Son cerca ya de las ocho de la mañana cuando, finalmente, condenada y verdugo son llevados a rastras hasta la sala donde está montado el garrote, en una escena tragicómica que más tarde inspirará al director Luis García Berlanga y al guionista Rafael Azcona para rodar una de las obras cumbre del cine español, El verdugo. Solo unos minutos más tarde Pilar es declarada muerta, convirtiéndose así en la última mujer ejecutada en España. Ninguno de sus familiares reclamaría su cuerpo, que recibiría sepultura en una tumba sin nombre.

En 1985, el caso de la envenenadora de Valencia sería llevado a la pantalla en un capítulo de la conocida serie La huella del crimen, dedicada a recrear algunos de los crímenes más célebres de la historia criminal española. El capítulo, dirigido por Pedro Olea (El maestro de esgrima) tenía a Terele Pávez (La comunidad) en el papel de Pilar. Poco después de la emisión del capítulo José Prades, hermano de Pilar, presentaba una demanda contra TVE y los guionistas (Pedro Olea, Pedro Costa y Elena del Amo) por atentado contra el honor, al considerar que dañaba la imagen de su familia. La demanda sería más tarde desestimada por el Tribunal Supremo.

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